Just another WordPress.com site

Entradas etiquetadas como “Conan

LA TORRE DEL ELEFANTE – ROBERT E. HOWARD PART 4 de 4x

He aquí, entonces, el motivo del nombre —la Torre del Elefante—, ya que la cabeza de la cosa se parecía mucho a la de los animales descritos por el shemita errante. Aquél era el dios de Yara. Pero, ¿dónde podía estar la gema sino escondida en el interior del ídolo, puesto que la piedra se llamaba Corazón de Elefante?

A medida que Conan avanzaba, con los ojos fijos en el inmóvil ídolo, ¡éste abrió súbitamente los ojos! El cimmerio se quedó paralizado por la sorpresa. ¡No era una imagen, sino una cosa viva, y él estaba atrapado en su habitación!

Un indicio del terror que lo paralizaba es el hecho que no reaccionara al instante en un arrebato de frenesí, dejando libres sus instintos homicidas. Un hombre civilizado en su situación sin duda habría buscado refugio creyendo que estaba loco, pero a Conan no se le ocurrió dudar de sus sentidos. Sabía que se encontraba cara a cara con un demonio del antiguo mundo, y esa seguridad lo privó de todas sus facultades, salvo la de la vista. La trompa de esa cosa horrorosa se alzó como buscando algo, y los ojos de topacio miraban sin ver. Entonces Conan se dio cuenta que el monstruo era ciego. Este pensamiento calmó sus tensos nervios, y comenzó a retroceder en silencio en dirección a la puerta. Pero el engendro oía. La trompa sensible se estiró hacia él y el muchacho quedó nuevamente helado de espanto cuando el extraño ser habló con una voz extraña y entrecortada, siempre en el mismo tono. El Cimmerian comprendió que aquella boca no fue creada para hablar un lenguaje humano.

—¿Quién está ahí? —preguntó—. ¿Has venido a torturarme de nuevo, Yara? ¿No te vas a cansar nunca? ¡Oh, Yag-kosha! ¿No tendrá fin esta agonía?

Las lágrimas rodaron por sus mejillas, y Conan observó las extremidades extendidas sobre el lecho de mármol. Sabía que el monstruo no podría levantarse para atacarlo. Conocía las marcas del tormento y las quemaduras del fuego, y por más duro que fuera, no podía evitar estar impresionado por las deformidades de lo que parecía haber sido un cuerpo tan bien constituido como el suyo. Y súbitamente todo el miedo y el asco se convirtieron en una profunda compasión. Conan no sabía quién era ese monstruo, pero era tan evidente su terrible y patético sufrimiento que, sin saber por qué, le embargó una abrumadora tristeza. Sintió que estaba presenciando una tragedia cósmica y sintió vergüenza, como si la culpa de toda una raza hubiera caído sobre él.

—No soy Yara —dijo—. Soy solamente un ladrón. No te haré daño.

—Acércate para que pueda tocarte —dijo la criatura con un titubeo, y Conan se aproximó sin miedo, con la espada olvidada en su mano.

La trompa sensible se alzó y palpó su rostro y sus hombros, como hacen los ciegos. El contacto era tan suave como el de la mano de una muchacha.

—Tú no perteneces a la raza maligna de Yara —suspiró la criatura—. Llevas la marca de la fiereza pura y esbelta de las tierras desérticas. Conozco a tu gente desde antiguo. Los conocí con otro nombre hace mucho, mucho tiempo, cuando un mundo distinto alzaba sus brillantes torres hacia las estrellas. Pero… hay sangre en tus manos.

—Es de la araña que había en la habitación de arriba y de uno de los leones del jardín —musitó Conan.

—También has matado a un hombre esta noche — respondió el otro—. Y hay muerte arriba en la torre. Lo siento; lo sé.

—Sí —admitió el cimmerio—. El príncipe de los ladrones yace allí sin vida, víctima de la picadura de un bicho.

—¡Así es! —dijo con una extraña voz inhumana en una especie de canto monótono—. Un muerto en la taberna y un muerto en la terraza; lo sé; lo siento. Y el tercero producirá un efecto mágico que ni el mismo Yara imagina. ¡Oh, hechizo de la liberación, dioses verdes de Yag!

Las lágrimas rodaron nuevamente por sus mejillas mientras el torturado ser se estremecía presa de las más variadas emociones. Conan seguía mirándolo perplejo. Entonces cesaron las convulsiones, los suaves ojos ciegos se volvieron hacia el cimmerio y le hizo una seña con la trompa.

—Escucha, hombre —dijo el extraño ser—. Te parezco repugnante y monstruoso, ¿no es cierto? No, no contestes; lo sé. Pero tú me parecerías igual de extraño si pudiera verte. Existen muchos mundos además de esta tierra, y la vida adopta diferentes formas. No soy ni un dios ni un demonio, sino que soy de carne y hueso como tú, aunque la sustancia sea en parte distinta y la forma esté creada con modelos diferentes. Soy muy viejo, hombre de la selva; he venido a este planeta hace mucho, mucho tiempo, con otros seres de mi mundo, el planeta verde Yag, que da vueltas eternamente en el límite de este universo.

»Viajamos por el espacio con poderosas alas que nos transportaron por el cosmos a mayor velocidad que la luz, porque habíamos luchado contra los reyes de Yag y fuimos derrotados y desterrados. Y jamás pudimos regresar, porque en la tierra nuestras alas se marchitaron. Aquí vivimos alejados de la vida terrenal, luchamos contra los extraños y terribles seres que en ese entonces poblaban la tierra, y por ello fuimos temidos y nadie nos molestó en las sombrías selvas del este, donde teníamos nuestra morada.

»Hemos visto cómo los monos se transformaban en hombres y los vimos construir las rutilantes ciudades de Valusia, Kamelia, Commoria y otras. Los hemos visto tambalearse ante los ataques de los paganos atlantes, pictos y lemurios. Hemos visto cómo los océanos se levantaban y sumergían a la Atlántida y Lemuria, las islas de los pictos y las brillantes ciudades de la civilización. También vimos cómo los sobrevivientes de los reinos pictos y los atlantes construían su imperio de la Edad de Piedra y luego cayeron en la ruina, enzarzados en sangrientas batallas. Hemos visto cómo los pictos se hundían en los abismos del salvajismo y cómo los atlantes volvían a descender al nivel del mono. Hemos visto cómo los nuevos salvajes se dirigían hacia el sur desde el Círculo Ártico, en oleadas conquistadoras, para construir una nueva civilización con los nuevos reinos llamados Nemedia, Koth, Aquilonia y otros.

»Vimos cómo tu pueblo surgía con un nuevo nombre de las selvas de los monos que habían sido los atlantes. Hemos visto a los descendientes de los lemurios que habían sobrevivido al Cataclismo levantarse una vez más superando el salvajismo y dirigirse hacia el oeste convertidos en hirkanios. Y hemos visto cómo esta raza de seres malignos, sobrevivientes de la antigua civilización que existía antes delnhundimiento de la Atlántida, volvía a tener cultura y poder: se trata de este maldito reino de Zamora. Hemos visto todo esto, que sin ayudar ni entorpecer las inmutables leyes del cosmos, y nos fuimos muriendo uno tras otro; porque nosotros, los hombres de Yag, no somos inmortales, si bien nuestras vidas son como las vidas de los planetas y de las constelaciones.

Finalmente quedo yo solo, soñando con los tiempos pasados entre los ruinosos templos perdidos en la selva de Khitai, venerado como un dios por una antigua raza de piel amarilla.

Después llegó Yara, versado en oscuros conocimientos transmitidos a través de los años de barbarie, antes del hundimiento de la Atlántida. Al principio Yara se sentó a mis pies para que yo le transmitiera mi sabiduría. Pero no estaba satisfecho con lo que yo le enseñaba, porque se trataba de magia blanca y él deseaba conocer la ciencia del mal, a fin de esclavizar a los reyes y saciar su ambición demoníaca. Yo no estaba dispuesto a enseñarle ninguno de los secretos de la magia negra que había adquirido, a pesar mío, a través de los siglos. Pero su inteligencia era mayor de lo que yo había creído; con argucias aprendidas entre las polvorientas tumbas de Estigia, me engañó y me obligó a revelarle un secreto que yo nunca quise contar a nadie, y volviendo mi propio poder en contra mío, me convirtió en su esclavo. ¡Oh, dioses de Yag, qué amarga ha sido mi vida desde aquel día! Me trajo desdenlas remotas selvas de Khitai, donde los monos bailan al compás de la flautas de los sacerdotes amarillos y donde las ofrendas de frutos y vinos atestaban mis rotos altares. Nunca volví a ser el dios de las buenas gentes de la selva, sino que me convertí en el esclavo de un demonio con forma humana. Sus ojos ciegos se volvieron a inundar de lágrimas.

—Me recluyó en esta torre, que construí para él por orden suya en una sola noche. Me dominó por medio del fuego y de la tortura, así como por medio de extraños tormentos sobrenaturales que tú no podrías comprender. Si pudiera, hace mucho tiempo hubiera puesto fin a esta larga agonía, quitándome la vida. Pero él me mantuvo vivo (deforme, ciego y destrozado), para que realizara sus asquerosos deseos. Y durante trescientos años he hecho su voluntad, desde este lecho de mármol, ensuciando mi alma con pecados cósmicos y mancillando mi sabiduría con crímenes, porque no podía hacer otra cosa. Pero no he revelado todos mis antiguos secretos y mi último don será el hechizo de la Sangre y la Joya porquebpresiento que se acerca el fin. Tú eres la mano del Destino. Te ruego que tomes la piedra preciosa que hallarás en aquel altar.

Conan se volvió hacia el altar de oro y marfil que le había señalado el extraño ser y tomó una enorme joya redonda, clara como un cristal carmesí, y en ese momento descubrió que era el Corazón del Elefante.

—Y ahora la gran magia, la poderosa magia, que nadie ha visto ni verá jamás en millones de milenios. Por mi alma y mi sangre lanzo el conjuro; por la sangre del pecho verde de Yag, que sueña a lo lejos en el inmenso y vasto Espacio Azul. Toma tu espada, hombre, y corta mi corazón, luego estrújalo de modo que la sangre fluya sobre la piedra roja. Después baja por esa escalera y entra en la habitación de ébano en la que está sentado Yara envuelto en sueños malignos. Pronuncia su nombre y despertará. En ese momento has de colocar esta gema delante de él y repetir estas palabras: «Yag-kosha te ofrece su último don y su último encantamiento». Después márchate de la torre rápidamente. No temas, que no habrá obstáculos en tu camino. La vida del hombre no es la vida de Yag, ni la muerte humana es la muerte de Yag. Libérame de esta prisión de carne ciega y volveré a ser Yogah de Yag, coronado y rutilante, con alas para volar, pies para danzar, ojos para ver y manos para tocar.

Conan se acercó con gesto vacilante y Yag-kosha, o Yogah, como si notara su indecisión, le indicó dónde debía clavar la hoja afilada. El joven apretó los dientes y hundió profundamente la espada. La sangre fluyó abundante empapando la hoja de la espada y su mano, y la extraña criatura se agitó convulsivamente y luego quedó completamente inmóvil. Cuando estuvo seguro que ya no estaba vivo, al menos en el sentido que él entendía la vida, Conan se aplicó a la espantosa tarea y en seguida extrajo algo que él supuso que sería el corazón de aquel ser extraño, aunque curiosamente era distinto de cualquier corazón que él había visto. Sosteniendo la víscera, que aún latía, sobre la deslumbrante joya, la apretó con ambas manos y un río de sangre cayó sobre la piedra. Para su sorpresa, la sangre no se derramó, sino que fue absorbida por la gema, como si fuera una esponja. Sosteniendo la joya con todo cuidado, el muchacho salió del fantástico recinto y se dirigió hacia la escalera de plata. No miró hacia atrás, pero supo instintivamente que el cuerpo que reposaba sobre el lecho de mármol estaba sufriendo algún tipo de transmutación, y también tuvo la sensación que era algo que no debía ser presenciado por ningún ser humano.

Cerró tras de sí la puerta de marfil y bajó la escalera de plata sin vacilar. No se le ocurrió desobedecer las instrucciones que había recibido. Se detuvo ante la puerta de ébano, en cuyo centro había una sonriente calavera de plata, y la abrió. Su mirada recorrió la habitación de ébano y azabache y vio, reclinada sobre un lecho de seda negra, una figura alta y delgada. Delante de él estaba Yara, el sacerdote y brujo, con los ojos abiertos y dilatados por los vapores del loto amarillo, mirando a lo lejos, como sumido en abismos nocturnos que están más allá de la percepción humana.

—¡Yara! —exclamó Conan, como un juez que pronuncia una condena—. ¡Despierta!

Los ojos se abrieron al instante y se volvieron fríos y crueles como los de un buitre. La negra figura vestida de seda se irguió lúgubre sobre el cimmerio.

—¡Perro! —dijo con voz sibilante como la de una cobra —. ¿Qué haces aquí?

Conan depositó la joya sobre la enorme mesa de ébano.

—El que envía esta gema me mandó decir: «Yag-kosha te

ofrece su último don y su último encantamiento».

Yara retrocedió; su rostro era oscuro y ceniciento. La joya ya no era cristalina y pura; su turbio centro palpitaba y vibraba, y en su superficie flotaban curiosas volutas de humo de colores cambiantes. Como atraído hipnóticamente, Yara se inclinó sobre la mesa y tomó entre sus manos la gema, mirando fijamente su sombrío interior, como si se tratara de un imán que le fuera a extraer su convulsiva alma del cuerpo.

Cuando Conan miró, pensó que sus ojos lo engañaban porque cuando Yara se había levantado del lecho, el sacerdote le había parecido gigantesco, y ahora vio que la cabeza de Yara apenas le llegaba al hombro. El joven parpadeó desconcertado y por primera vez en toda la noche dudó de sus sentidos.

Luego, conmocionado, se dio cuenta que el sacerdote se hacía cada vez más pequeño delante de sus propios ojos. Conan observó con indiferencia, como quien ve una representación. Abrumado por la sensación de irrealidad, el cimmerio ya no estaba seguro de su propia identidad; sólo sabía que estaba contemplando las manifestaciones externas de un juego invisible de colosales fuerzas exteriores que estaban más allá de su comprensión.

Ahora Yara tenía el tamaño de un niño, y luego se tumbó sobre la mesa como un bebé, pero todavía aferraba la joya. De pronto el hechicero se dio cuenta de cuál era su destino y dando un brinco soltó la gema. Pero se hizo más pequeño aún, y Conan lo vio convertido en un cuerpo minúsculo que corría frenéticamente sobre la mesa de ébano, agitando los diminutos brazos y chillando como una rata. Ya era tan insignificante que la gran joya parecía una montaña a su lado; Conan vio que se cubría los ojos con las manos como si quisiera protegerse del fulgor, mientras se tambaleaba como un poseído. El muchacho sintió que una fuerza magnética invisible atraía a Yara hacia la gema. Dio tres vueltas como un loco alrededor de la piedra, e intentó volverse tres veces y escapar a través de la mesa. Entonces el sacerdote lanzó un grito que sonó apagado, alzó los brazos y corrió directamente hacia la resplandeciente bola.

Inclinándose más aún, Conan vio cómo Yara trepaba por la superficie lisa y redondeada con grandes esfuerzos, como un hombre que asciende por una montaña de hielo. Por fin el sacerdote llegó a la parte superior agitando los brazos, e invocó los nombres de seres terribles que sólo los dioses conocen. Y de repente se hundió en el centro mismo de la joya, como un hombre que se hunde en el mar, y Conan vio cómo las volutas de humo se cerraban sobre su cabeza.

Luego la divisó en el centro carmesí de la gema, que se volvió transparente y cristalino, como quien contempla una imagen lejana en el tiempo y en el espacio. Entonces apareció en el mismo centro otra figura de color verde, brillante y halada, con cuerpo de hombre y cabeza de elefante, que ya no era ciego ni deforme. Yara extendió sus brazos y corrió como un loco, pero el vengador fue tras él. En ese momento la enorme joya desapareció, estallando como si fuera una pompa de jabón en medio de fulgores iridiscentes, y la mesa de ébano quedó vacía al igual —intuyó Conan— que el lecho de mármol de la habitación de arriba en el que había estado el cuerpo del extraño ser transcósmico llamado Yag-kosha o Yogan.

El cimmerio se volvió y huyó de la habitación descendiendo por la escalera de plata. Estaba tan perplejo que no se le ocurrió escapar de la torre por donde había entrado. Bajó corriendo por el sinuoso y sombrío agujero plateado hasta llegar a una habitación más grande al pie de la resplandeciente escalera. Allí se detuvo un instante; había llegado al cuarto de los soldados. Vio el brillo de sus plateadasncorazas y de las enjoyadas empuñaduras de sus espadas. Se habían desplomado sobre la mesa de banquetes, con las plumas oscuras ondeando sobriamente sobre los cascos de las cabezas caídas; yacían entre los dados y entre las copas caídas, cuyo vino manchaba el suelo de color lapislázuli.

Conan no sabía si se trataba de brujería o de magia o de la oculta influencia de las enormes alas verdes, pero su camino estaba libre de obstáculos. Había una puerta de plata abierta, recortada contra la claridad del alba. El cimmerio salió a los verdes jardines y cuando la brisa del alba sopló inundándolo de la fresca fragancia de exuberantes plantas, se estremeció como si se despertara de un sueño. Se volvió con un gesto vacilante para mirar fijamente la enigmática torre en la que había estado hace un momento. ¿Estaba embrujado y preso de un encantamiento? ¿Había soñado todo lo que creía haber vivido? Mientras se hacía estas preguntas, vio de repente que la rutilante torre, recortada contra el cielo escarlata del alba, y la cúpula incrustada de relucientes joyas que brillaban cada vez con más intensidad por los primeros rayos del sol, se tambaleó y cayó estrepitosamente desintegrándose en minúsculas partículas resplandecientes.

F I N

Título Original:

The Tower of the Elefant © 1933

 


LA TORRE DEL ELEFANTE – ROBERT E. HOWARD PART 3 DE 4

—Todo es extraño en este jardín —dijo Taurus—. Los leones atacan en silencio, al igual que las otras muertes. Pero sigamos; aunque hemos hecho poco ruido en la pelea, los soldados pueden haber oído algo, a menos que estén dormidos o borrachos. Esa fiera estaba en alguna otra parte del jardín y escapó a la muerte de las flores, pero seguramente ya no hay más animales. Ahora debemos trepar por esta cuerda; imagino que no es necesario preguntar a un cimmerio si puede hacerlo. —Si resiste mi peso —dijo Conan con un gruñido, mientras limpiaba su espada en la hierba. —Puede aguantar tres veces mi propio peso —repuso Taurus—. Está hecha con trenzas de mujeres muertas, que yo mismo tomé de sus tumbas a medianoche, y que luego sumergí en la mortífera savia del árbol de upas, para hacerlas resistentes. Yo subiré primero, y luego me seguirás tú de cerca. El nemedio aferró la soga enganchando una rodilla en ella, y comenzó el ascenso; subió como un gato, a pesar de la aparente torpeza de su pesado cuerpo. El cimmerio fue tras él. La cuerda oscilaba y giraba sobre sí misma, pero los hombres siguieron escalando. Ambos habían trepado por lugares más difíciles en otras ocasiones. Veían el resplandor del borde enjoyado de la torre por encima de ellos, que sobresalía un poco de la pared perpendicular, de modo que la cuerda colgaba unos cincuenta centímetros a los lados de la torre, lo que facilitaba el ascenso. Continuaron trepando en silencio, viendo cómo las luces de la ciudad se hacían más pequeñas a medida que subían, y el brillo de las estrellas se atenuaba por el resplandor de las joyas que adornaban el borde del edificio. Por fin Taurus tendió una mano y se aferró al borde y con un impulso saltó al otro lado. Conan se detuvo un momento en el borde mismo, fascinado por las enormes y frías joyas cuyo fulgor lo deslumbraba. Había diamantes, rubíes, esmeraldas, zafiros, turquesas y piedras de la luna incrustadas como rutilantes estrellas en un cielo de plata luciente. Desde lejos su brillo se fundía en un solo resplandor blanco, pero ahora, de cerca, centelleaban con un millón de matices que cubrían todo el arco iris, hipnotizando al muchacho con sus reverberaciones.

—Aquí hay una fabulosa fortuna, Taurus —susurró el joven. —¡Apresúrate! Si conseguimos el Corazón, esto y todo lo demás será nuestro —le contestó el nemedio con un gesto de impaciencia. Conan trepó por el fulgurante borde. El techo de la torre estaba unos metros por debajo del saliente enjoyado. Era plano y estaba hecho de una sustancia de color azul oscuro, amalgamado en oro, de modo que el conjunto parecía un enorme zafiro salpicado de brillantes polvos de oro. Del otro lado parecía haber una especie de habitación construida sobre el techo, del mismo material que las paredes de la torre, adornada con figuras hechas con gemas más pequeñas; la única puerta que se veía era de oro macizo con paneles labrados e incrustaciones de piedras preciosas que resplandecían con un fulgor helado. Conan lanzó una mirada hacia el rutilante océano de luces que se desplegaban a lo lejos, y miró a Taurus. El nemedio estaba recogiendo y enrollando la soga. Enseñó a Conan el lugar en el que se había enganchado el acero y pudieron ver que la punta había quedado sujeta debajo de una resplandeciente joya en el lado interior del borde. —Tuvimos suerte una vez más —musitó el hombre—. Era de imaginar que el peso de ambos podría haber destrozado la piedra. Ahora sígueme, que los verdaderos peligros de nuestra aventura acaban de empezar. Estamos en la guarida de la serpiente, y no sabemos dónde está escondida. Atravesaron a rastras la misteriosa y brillante terraza como tigres detrás de su presa y se detuvieron delante de la puerta de oro. Con mano cautelosa y hábil, Taurus la empujó un poco y ésta se abrió sin ofrecer resistencia; ambos miraron hacia el interior, en guardia contra lo que pudiera suceder. Por encima del hombro del nemedio, Conan vio una resplandeciente habitación, cuyas paredes, cielo raso y suelo estaban cubiertos de enormes joyas blanquecinas que la iluminaban con un brillo deslumbrante. No había señales de vida. —Antes de cortar nuestra retirada —dijo Taurus en voz baja—, vuelve al borde de la torre y mira en todas direcciones. Si ves algún movimiento de soldados en los jardines o cualquier otra señal sospechosa, vuelve a decírmelo. Yo te espero aquí. Conan no veía razones para ello, por lo que tuvo una leve sospecha en su cauto ánimo respecto a su compañero, pero a pesar de ello hizo lo que Taurus le pedía. En cuanto Conan se dio la vuelta, el nemedio se deslizó hacia el interior de la habitación y la cerró por dentro. Conan se arrastró hacia el borde de la torre y después de comprobar que no había ningún movimiento sospechoso en los ondulantes matorrales de abajo, regresó a la puerta de la torre, y de repente oyó un grito ahogado desde el interior. El cimmerio, electrizado, dio un salto y la puerta se abrió de par en par, dejando ver la silueta de Taurus recortada contra el frío fulgor del fondo. El hombre se tambaleó y sus labios se entreabrieron, pero sólo se oyó un estertor seco. Aferrándose a la puerta dorada en busca de apoyo, dio unos pasos vacilantes por la terraza y luego se desplomó de bruces, apretándose la garganta. La puerta se cerró a sus espaldas. Conan, encogido como una pantera acorralada, no vio nada detrás del nemedio herido en el breve instante en que la puerta estuvo abierta, salvo una engañosa sombra que cruzó como una flecha por el reluciente suelo. Nadie vino detrás de Taurus a la terraza, y Conan se inclinó sobre el hombre caído. El nemedio miró hacia arriba con los ojos dilatados y vidriosos, con un desconcierto aterrador. Sus manos se clavaron en la garganta, sus labios babearon y emitieron un murmullo, y de pronto se puso rígido; el atónito cimmerio se dio cuenta que estaba muerto. Tuvo la sensación que Taurus había lanzado su último suspiro sin saber qué clase de muerte se había abatido sobre él. Conan miró perplejo hacia la enigmática puerta de oro. En aquel recinto vacío, de paredes llenas de deslumbrantes joyas, la muerte había sorprendido al príncipe de los ladrones tan rápida y misteriosamente como la que él había ocasionado a los leones del jardín.

El bárbaro pasó su mano con cuidado por el cuerpo semidesnudo del hombre tratando de ver si había una herida, pero las únicas señales de violencia que tenían estaban entre los hombros, en la base de su cuello de toro; eran tres heridas pequeñas como si tres uñas afiladas se hubieran hundido profundamente en su carne. Los bordes de las heridas eran negros y emanaban un leve hedor putrefacto. ¿Serían dardos envenenados? —se preguntó Conan—. Pero en ese caso, deberían estar clavados todavía en las heridas. El cimmerio se acercó cautelosamente a la puerta dorada, la empujó y vio ante sus ojos una habitación vacía, bañada por el resplandor helado y rutilante de miríadas de piedras preciosas. En el mismo centro del cielo raso observó distraídamente un dibujo extraño; se trataba de un diseño octogonal de color negro en cuyo centro brillaban cuatro piedras preciosas con un fulgor rojo distinto al resplandor blanco de las demás joyas. En el extremo opuesto de la habitación había otra puerta, igual a aquella en la que él se hallaba, aunque no tenía paneles tallados. ¿La muerte habría venido de allí y, una vez logrado su designio, se habría alejado por el mismo sitio? Después de cerrar la puerta, el cimmerio dio unos pasos por la habitación. Sus pies desnudos no hacían ruido sobre el suelo cristalino. No había sillas ni mesas; se veían tan sólo tres o cuatro lechos cubiertos de seda, con extraños bordados en oro, y varios cofres de caoba con refuerzos de plata. Algunos de estos estaban cerrados con pesados candados dorados; otros, tenían las tapas talladas abiertas, y en ellos se veían montañas de joyas en un exuberante y desordenado derroche de color para asombro del cimmerio. Conan lanzó un juramento entre dientes. Aquella noche había visto más riquezas que las que jamás hubiera imaginado que existieran en todo el mundo y sintió vértigo de sólo pensar en el valor de la joya que estaba buscando.

Se encontraba en el centro de la habitación y avanzó cautelosamente con la cabeza alta y empuñando la espada, cuando la muerte lo atacó de nuevo silenciosamente. Una sombra pasó volando por el resplandeciente suelo como única advertencia, y lo que le salvó la vida fue el instintivo salto que dio hacia un lado. Vislumbró por un instante una cosa negra y peluda que pasó por encima de él con un chasquido de colmillos, y algo que le salpicó el hombro desnudo; eran como gotas de fuego líquido. Al dar un salto hacia atrás, con la espada en alto, vio que esa cosa horrible cayó al suelo, giró y corrió hacia él con asombrosa velocidad; se trataba de una araña negra, imposible de imaginar, salvo en las pesadillas más horrendas. Era grande como un cerdo, y sus ocho patas gruesas y peludas transportaban su monstruoso cuerpo a gran velocidad; sus cuatro ojos de brillo maligno centellearon con una expresión de una inteligencia terrible, y sus colmillos destilaban un veneno que Conan ya conocía por las quemaduras que unas pocas gotas le habían producido en el hombro; entonces comprendió que el veneno estaba cargado de muerte, de una muerte rápida y segura. Éste era el asesino que se había dejado caer desde el centro del cielo raso y había atacado al nemedio en el cuello. ¡Qué necios habían sido, por no sospechar que las habitaciones superiores estarían tan bien cuidadas como las inferiores! Estos pensamientos pasaron rápidamente por la cabeza de Conan mientras el monstruo se abalanzaba sobre él. Dio un gran salto y la araña pasó por debajo, giró y volvió al ataque. Esta vez el joven la eludió dando un salto hacia el costado y le asestó un golpe con la espada. Su afilada hoja le cercenó una de las patas peludas y volvió a salvarse cuando el monstruo se revolvió contra él, con los colmillos chasqueando endiabladamente. Pero la araña abandonó la persecución; se volvió, salió corriendo por el suelo cristalino y subió por la pared hasta el cielo raso, donde se encogió por un instante, mirándolo fijamente con sus demoníacos ojos rojos. Entonces, sin mediar señal alguna, se lanzó hacia el espacio, dejando tras de sí una hebra de una sustancia gris y pegajosa.

Conan retrocedió para eludir el cuerpo que caía violentamente sobre él, y luego se agachó frenéticamente justo a tiempo para no quedar atrapado en la gruesa hebra de la tela de araña. El joven vio la intención del monstruo y saltó hacia la puerta, pero la araña fue más rápida y lanzó una hebra pegajosa hacia allí, aprisionándolo. No se atrevió a cortarla, porque sabía que aquella sustancia se quedaría pegada a la hoja y, antes que pudiera limpiarla, el monstruo endemoniado le habría clavado sus colmillos en la espalda. Entonces comenzó un juego desesperado, en el que el ingenio y la agilidad del hombre se enfrentaban a la astucia demoníaca y a la rapidez de la gigantesca araña. Ésta no volvió a correr por el suelo atacando directamente, ni lanzó su cuerpo por el aire contra él, sino que corrió por el cielo raso y por las paredes, tratando de enredar al muchacho con los lazos que formaba la sustancia gris y pegajosa, que arrojaba con diabólico acierto. Aquellas hebras eran gruesas como sogas, y Conan se dio cuenta que si quedaba envuelto en ellas, ni siquiera su fuerza desesperada podría librarlo del ataque del monstruo. Aquella danza diabólica continuó por todo el recinto en medio de un silencio absoluto, sólo interrumpido por la respiración agitada del hombre y el ruido sordo de sus pies desnudos arrastrándose por el brillante suelo, y por el terrible castañeteo de los colmillos del monstruo. Las hebras grises yacían enrolladas sobre el suelo; estaban adheridas a las paredes, cubrían los cofres llenos de joyas y los lechos de seda y pendían como oscuros festones del cielo raso enjoyado. La increíble agilidad de los ojos y de los músculos de Conan lograron mantenerlo a salvo, aunque las pegajosas hebras le habían pasado tan de cerca que llegaron a lastimar su piel desnuda. El muchacho sabía que no podía eludirlas por mucho tiempo; no sólo tenía que prestar atención a las hebras que colgaban oscilantes del techo, sino también a las que estaban en el suelo. Tarde o temprano las hebras pegajosas lo envolverían como una serpiente, y entonces, envuelto como un gusano en el capullo de seda, estaría a merced del monstruo.

La araña atravesó la habitación corriendo, con la hebra gris ondulando detrás. Conan dio un gran salto y se subió a uno de los lechos; con un rápido giro el monstruo se subió por la pared y la hebra saltó del suelo como si estuviera viva, apresando el tobillo del cimmerio. Éste cayó al suelo tironeando frenéticamente para librarse de la tela de araña que lo tenía cogido como un tornillo blando o el anillado cuerpo de una serpiente. El peludo monstruo bajó corriendo por la pared para consumar su captura. En el frenesí de la batalla, Conan cogió uno de los cofres de joyas y lo arrojó con todas sus fuerzas. El imponente proyectil fue a dar en medio de las negras patas y aplastó al monstruo contra la pared con un crujido sordo y repugnante. La sangre y la baba verdosa salpicaron en todas direcciones y el destrozado cuerpo cayó al suelo junto con el cofre. La araña negra quedó aplastada entre una cantidad enorme de rutilantes joyas; las patas peludas se movieron caóticamente, los ojos moribundos de la araña lanzaron una última mirada que brilló como un rubí entre las centelleantes piedras preciosas. Conan miró a su alrededor y al ver que no aparecía otro monstruo se aplicó a quitarse la telaraña que lo apresaba. La sustancia gris se adhería tenazmente a su tobillo y a sus manos, pero por fin consiguió liberarse. Cogió su espada y se abrió camino eludiendo los grises anillos y las hebras y se dirigió hacia la puerta interior. No podía imaginar los horrores que le esperaban allí. El cimmerio estaba enardecido y, puesto que había venido de tan lejos y superado tantos peligros, estaba resuelto a ir hasta el final de la aventura, ocurriera lo que ocurriese. Tuvo la sensación que la joya que buscaba no se encontraba entre las que estaban desparramadas desordenadamente por la resplandeciente habitación.

Cuando hubo pasado por entre las hebras que obstruían la puerta interior, advirtió que ésta no estaba cerrada. Se preguntó si los soldados habrían descubierto su presencia. Lo cierto es que él se encontraba encima de ellos y, si era cierto lo que se decía, estaban habituados a oír ruidos extraños en la torre, sonidos siniestros y gritos de agonía y horror.

El cimmerio no dejaba de pensar en Yara, y no se sentía del todo confiado cuando abrió la puerta. Pero sólo alcanzó a ver un tramo de escalones plateados que descendían, apenas iluminados por una luz que no podía adivinar de dónde venía. Bajó silenciosamente, empuñando la espada. No oyó ningún ruido, y poco después llegó hasta una puerta de marfil con hematites incrustados. Se detuvo a escuchar, pero no oyó nada desde el interior; sólo se veían salir lentas volutas de humo por debajo de la puerta, que despedían un olor extraño y desconocido para el cimmerio. Más abajo, la escalera plateada seguía descendiendo hasta perderse en las sombras, y del tenebroso agujero no provenía sonido alguno. Tenía la extraña sensación que estaba solo en una torre habitada por espectros y fantasmas.

Conan empujó sigilosamente la puerta de marfil, que se abrió en silencio hacia adentro, y permaneció en el reluciente umbral mirando fijamente a su alrededor como un lobo en un lugar extraño, dispuesto a luchar o a huir en un santiamén. Se hallaba ante una amplia habitación con una enorme cúpula dorada; las paredes eran de jade verde y el suelo de marfil estaba parcialmente cubierto por gruesas alfombras. El humo y el olor exótico del incienso provenían de un brasero apoyado sobre un trípode dorado, detrás del cual había un ídolo sentado sobre una especie de altar de mármol. Conan miró horrorizado; la imagen, desnuda, tenía cuerpo de hombre y era de color verde, pero la cabeza semejaba una loca pesadilla. Era demasiado grande para el cuerpo y no tenía atributos humanos. Conan contempló las enormes orejas resplandecientes, la rizada trompa y los blancos colmillos de elefante que nacían a ambos lados de la trompa y terminaban en unas esferas de oro. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo.


LA TORRE DEL ELEFANTE – ROBERT E. HOWARD PART 2 DE 4

El cimmerio, enfrascado en estos pensamientos, corrió rápidamente hacia la muralla. Oyó unos pasos quedos dentro del jardín y un sonido metálico de acero y se dijo que, a pesar de lo que afirmaban, un guardián rondaba por aquellos jardines. Conan esperó para ver si lo oía pasar nuevamente, pero el silencio era total en aquellos misteriosos jardines.
Finalmente la curiosidad pudo más que él. Dio un ligero salto, apoyó una mano en la muralla y de un impulso saltó hacia arriba. Se tendió de bruces sobre el ancho borde y miró hacia abajo para observar el amplio espacio que había entre las murallas. No había ningún arbusto, pero vio unas matas cuidadosamente recortadas cerca de la muralla interior. La luz de las estrellas alumbraba el cuidado césped y se oía el rumor de una fuente.
El cimmerio se dejó caer sigilosamente hacia el interior y desenvainó la espada mirando en todas direcciones. Se estremeció de miedo como todos los salvajes cuando se ven sin protección bajo la desnuda luz de las estrellas, y avanzó con paso ligero hacia la curva de la muralla, pegado a su sombra, hasta que se encontró frente al matorral que había visto antes. Entonces corrió velozmente hacia allí y casi tropezó contra un bulto que había en el suelo entre los arbustos.
Una rápida mirada en todas direcciones le aseguró que no había ningún enemigo a la vista; entonces se agachó para investigar. Sus agudos ojos le permitieron descubrir, aun en la semioscuridad, a un hombre corpulento que llevaba una armadura plateada y el casco con penacho de la guardia real zamoria. Junto a él había un escudo y una lanza y se dio cuenta de inmediato que el hombre había sido estrangulado.
El bárbaro miró preocupado a su alrededor. Supo en seguida que aquel hombre debía de ser el guardia que había oído pasar desde su escondite. En ese breve intervalo de tiempo unas manos anónimas habían emergido de la oscuridad para quitarle hasta el último hálito de vida al soldado.
Aguzando la vista en la penumbra, vio que alguien se movía entre los arbustos próximos a la muralla. Se dirigió hacia allí empuñando la espada. No hizo más ruido que el que hubiera hecho una pantera acechando furtivamente en la noche, pero a pesar de ello el hombre al que seguía lo oyó. El cimmerio alcanzó a ver un enorme cuerpo cerca de la muralla y se sintió aliviado al comprobar que al menos era una figura humana; entonces el individuo giró rápidamente sobre sus talones y lanzó un grito de asombro que denotaba pánico, hizo ademán de dar un salto hacia adelante, con las manos extendidas, pero retrocedió al ver el brillo de la espada de Conan. Durante unos segundos llenos de tensión ninguno dijo una palabra, sino que esperaron atentos a lo que pudiera ocurrir.
—Tú no eres soldado —dijo finalmente el extraño en voz muy baja—. Tú eres un ladrón igual que yo.
—¿Y quién eres tú? —preguntó el cimmerio con un susurro receloso.
—Soy Taurus de Nemedia.
El joven bárbaro bajó su espada y dijo: —He oído hablar de ti. Todos te llaman el príncipe de los ladrones.
El extraño le contestó con una risa contenida. Taurus era tan alto como el cimmerio, pero más corpulento; aunque tenía un voluminoso vientre y era gordo, cada uno de sus movimientos denotaba un magnetismo dinámico y sutil, que se reflejaba en sus penetrantes ojos que brillaban como centellas, llenos de vida, aun a la luz de las estrellas. Iba descalzo y llevaba algo que parecía una cuerda fuerte y delgada enrollada, con nudos distribuidos en forma regular.
—¿Quién eres? —susurró.
—Soy Conan el cimmerio —contestó el joven—. He venido a ver si podía robar la gema de Yara, que todos llaman Corazón de Elefante.

Conan notó que el enorme vientre se sacudía por las risas contenidas del nemedio, pero se dio cuenta que no eran despectivas.
—¡Por Bel, dios de los ladrones! —dijo Taurus entre dientes—. Yo había pensado que era el único con valor suficiente para intentar este robo. Estos zamorios se consideran ladrones. ¡Bah! Conan, me gusta tu osadía. Nunca he compartido una aventura con nadie, pero por Bel que vamos a intentar esto juntos, si estás de acuerdo.
—Entonces, ¿tú también estás en busca de la gema?
—¿Qué otra cosa podía buscar? He estado trazando mis planes durante meses, pero me parece que tú, en cambio, has actuado en forma impulsiva, amigo.
—¿Eres tú quien ha matado al soldado?
—Por supuesto. Me arrastré por la muralla cuando él estaba en el otro extremo del jardín. Cuando me escondí entre los matorrales me oyó, o creyó haber oído algo. En el momento en que cometió el error de venir hacia mí, fue muy fácil ponerme detrás de él y apretarle el cuello por sorpresa, asfixiándolo hasta que exhalara el último suspiro de su necia vida. Era, como casi todos los hombres, medio ciego en la oscuridad.
—Pero has cometido un error —dijo Conan.
Los ojos de Taurus se encendieron de cólera cuando dijo:
—¿Un error, yo? ¡Imposible!
—Deberías haber ocultado el cadáver entre los arbustos.
—El novato pretende enseñar su arte al maestro. Debes saber que no cambian la guardia hasta pasada la medianoche. Si alguien viene a buscarlo ahora y encuentra su cuerpo, irá a comunicarle inmediatamente la noticia a Yara, lo que nos daría tiempo para escapar. Pero si no lo hallaran, rastrearán los arbustos y nos atraparán como a ratas en una trampa.
—Tienes razón —admitió Conan.
—Así es. Ahora escucha. Estamos perdiendo tiempo con esta maldita discusión. No hay guardianes en el jardín interior, quiero decir guardianes humanos, aunque hay centinelas que son mucho más peligrosos aún. Es su presencia la que me ha detenido durante tanto tiempo, pero finalmente he descubierto una forma de burlarlos.
—¿Y qué me dices de los soldados que vigilan en la parte inferior de la torre?
—El viejo Yara vive en las habitaciones superiores. Por ese camino entraremos… y saldremos, espero. No me preguntes cómo. He planeado una forma de hacerlo. Nos introduciremos furtivamente por la parte superior de la torre y estrangularemos al viejo Yara antes que nos pueda hechizar con alguno de sus condenados maleficios. Al menos lo intentaremos; corremos el riesgo que nos convierta en arañas o en sapos asquerosos, pero por otro lado tenemos la posibilidad de obtener toda la riqueza y el poder del mundo. Un buen ladrón debe saber correr riesgos.
—Iré hasta donde sea —dijo Conan, quitándose las sandalias.
—Entonces, sígueme.
Taurus terminó de decir esto y se volvió, tomó impulso, se aferró a la muralla y saltó. La agilidad de aquel hombre era asombrosa, teniendo en cuenta su tamaño; parecía casi deslizarse hacia el borde del muro. Conan lo siguió y cuando estaban de bruces sobre el ancho paredón, hablaron en voz baja.
—No veo ninguna luz —dijo Conan entre dientes.

La parte inferior de la torre se parecía mucho a la parteque se veía desde fuera del jardín: un cilindro perfecto y brillante, que no parecía tener ninguna abertura.
—Hay puertas y ventanas hábilmente construidas — respondió Taurus—. Pero están cerradas. Los soldados respiran el aire que viene de arriba.
El jardín era un vago conjunto de sombras cubiertas de pequeños árboles donde se balanceaban sobriamente en la oscuridad ligeros arbustos. El cauto espíritu de Conan sintió el aura amenazadora que se cernía sobre aquel lugar. Percibió la mirada ardiente de unos ojos invisibles y sintió un aroma sutil que le erizó instintivamente el pelo de la nuca como a los sabuesos cuando huelen la presencia de su antiguo enemigo.
—Sígueme —susurró Taurus—. Ven detrás de mí, si aprecias en algo tu vida. Extrayendo de su cinto lo que parecía ser un tubo de cobre, el nemedio se dejó caer nuevamente encima del césped interior. Conan lo seguía de cerca con la espada preparada, pero Taurus lo empujó hacia atrás, contra la pared, y se quedó inmóvil. Estaba en una actitud de tensa expectación y su mirada, al igual que la de Conan, estaba fija en las sombras de los arbustos que había cerca de allí. La mata se movía a pesar que la brisa había dejado de soplar. En ese momento vieron dos enormes ojos resplandecientes entre las ondulantes sombras y detrás de estos pudieron ver otros destellos de fuego que centelleaban en la oscuridad.
—¡Leones! —musitó Conan.
—Sí. De día los encierran en unas cavernas subterráneas que hay debajo de la torre. Por eso no hay guardianes en este jardín. Conan contó rápidamente los ojos y dijo: —Yo veo cinco, pero quizá haya más en los matorrales. Nos atacarán de un momento a otro.

—¡Silencio! —dijo Taurus en voz muy baja apartándose del muro con prudencia, como si estuviera caminando sobre cuchillas, y alzando el delgado tubo. Se oían ruidos sordos provenientes de las sombras y se veía avanzar los ojos resplandecientes. Conan percibió las inmensas mandíbulas babeantes y las colas que azotaban el aire en todas direcciones. La tensión era insoportable. El cimmerio empuñó la espada, a la espera del inevitable ataque de los gigantescos cuerpos. Entonces Taurus se llevó el extremo del tubo a los labios y sopló con fuerza. Un gran chorro de polvo dorado salió por el otro extremo y se extendió instantáneamente formando una densa nube de color verde amarillento que cubrió los arbustos, ocultando los resplandecientes ojos.
Taurus corrió apresuradamente hacia el muro. Conan lo miró sin comprender. La densa nube ocultaba los matorrales y no se oía nada.
—¿Qué es ese polvo? —preguntó el joven, preocupado.
—¡Es la muerte! —dijo el nemedio con tono sibilante—. Si se levantara viento y soplara en nuestra dirección, tendríamos que huir saltando la muralla. Pero no, no se ha levantado viento y la nube se está disipando. Espera hasta que desaparezca del todo. Respirar ese polvo supone la muerte.
Finalmente quedaron flotando sólo unas tenues nubecillas amarillentas en el aire; cuando desaparecieron, Taurus indicó a su compañero con la mano que avanzara. Se dirigieron sigilosamente hacia los arbustos y Conan se quedó boquiabierto. Tendidos en el suelo entre las sombras yacían cinco cuerpos de color pardo cuya mirada feroz se había extinguido para siempre. Un olor dulzón y empalagoso persistía en el aire.
—¡Murieron sin lanzar un solo rugido! —murmuró el cimmerio—. Taurus, ¿qué era ese polvo?

—Estaba hecho con flores de loto negro, que crecen en las selvas remotas de Khitai, en la que sólo habitan los monjes de cráneo amarillo de Yun. Esas flores causan la muerte al que las huele.
Conan se arrodilló al lado de los enormes animales muertos, asegurándose que no podían hacerle daño. Movió la cabeza pensando que la magia de las tierras exóticas era terrible y misteriosa a los ojos de los bárbaros del norte.
—¿Por qué no matamos a los soldados de la torre de la misma manera? —preguntó el muchacho.
—Porque ése era todo el polvo que tenía. Su obtención fue una hazaña que por sí sola hubiera bastado para hacerme famoso entre todos los ladrones del mundo. Lo robé de una caravana que se dirigía a Estigia, y me apoderé de él, con su bolsa tejida con hilos de oro, tomándola entre los anillos de la inmensa serpiente que lo cuidaba, sin siquiera despertarla.
¡Pero, vamos ya, por Bel! ¿Vamos a pasar toda la noche hablando?
Entonces se arrastraron entre los arbustos hasta llegar a la fulgurante base de la torre, y allí, imponiendo silencio con un gesto, Taurus desenrolló la cuerda de nudos, en uno de cuyos extremos había un fuerte gancho de acero. Conan intuyó cuál era su plan y no hizo ninguna pregunta. Entre tanto, el nemedio tomó la soga a corta distancia del gancho y comenzó a hacerlo girar sobre su cabeza. Conan apoyó su oreja sobre la lisa superficie del muro para ver si escuchaba algo, pero no oyó nada. Evidentemente, los soldados que estaban dentro no sospechaban la presencia de los intrusos, que habían hecho menos ruido que el viento de la noche soplando entre los árboles. Sin embargo, el bárbaro sentía un extraño nerviosismo. Tal vez fuera por el olor de los leones, que se percibía en todas partes.
Taurus lanzó la cuerda con un movimiento uniforme y ondulante de su fuerte brazo. El gancho trazó una extraña curva, difícil de describir, y desapareció por encima del enjoyado borde. Aparentemente quedó bien sujeto, pues los cuidadosos tirones del hombre no consiguieron aflojarlo.
—Suerte al primer intento —murmuró Taurus—. Ahora…
El salvaje instinto de Conan hizo que se volviera súbitamente, porque la muerte que estaba encima de ellos era silenciosa. Un vistazo bastó para que el cimmerio viera la gigantesca sombra parda, erguida bajo el firmamento, preparándose para el ataque mortal. Ningún hombre civilizado se habría movido con la rapidez del bárbaro. Su espada centelleó helada bajo la luz de las estrellas, impulsada por la fuerza y el valor desesperado del joven, y en ese momento el hombre y la bestia rodaron juntos por el suelo.
Maldiciendo de modo incoherente para sus adentros, Taurus se agachó para observar los cuerpos y vio que las extremidades de su compañero se movían tratando de quitarse de encima el enorme peso fláccido que tenía sobre su cuerpo. El nemedio miró y vio asombrado que el león estaba muerto, con el cráneo partido en dos. Taurus sujetó el cuerpo del animal muerto y; con su ayuda, Conan lo empujó a un lado y se levantó aferrando aún su espada manchada de sangre.
—¿Estás herido, amigo? —preguntó boquiabierto Taurus, todavía perplejo por la pasmosa rapidez con la que había ocurrido todo.
—¡Por Crom, no! —respondió el bárbaro—. Pero me he librado por poco. ¿Por qué esa maldita bestia no rugió en el momento de atacar?


LA TORRE DEL ELEFANTE – ROBERT E. HOWARD – PART 1DE 4

LA TORRE DEL ELEFANTE

Las antorchas resplandecían lóbregamente en las fiestas del Maul, donde los ladrones del Este celebraban el carnaval por la noche. En el Maul podían estar de juerga y hacer todo el ruido que quisieran, puesto que las personas decentes evitaban esos barrios y los guardianes, bien pagados con monedas de todas clases, no interferían en sus diversiones. A lo largo de las callejuelas tortuosas y sin empedrar, llenas de basura y de charcos fangosos, los juerguistas borrachos caminaban caminaban tambaleándose y gritando estrepitosamente. El acero relucía en las sombras de donde provenían las risas estridentes de las mujeres y los ruidos de escaramuzas y peleas. La pálida luz de las antorchas se reflejaba a través de las ventanas rotas y de las puertas abiertas de par en par, y en el exterior, el olor a rancio del vino y de los cuerpos sudorosos, el clamor de los bebedores que golpeaban las duras mesas
con los puños y cantaban canciones obscenas, sorprendían como una bofetada en pleno rostro.
Las risotadas resonaban estrepitosamente en el techo bajo y manchado por el humo de uno de aquellos antros donde se reunían pícaros de todo tipo luciendo toda clase de andrajos y harapos; había rateros furtivos, raptores lascivos, ladrones de dedos ágiles, bravucones jactanciosos con sus mozas, mujeres de voces estridentes vestidas con ropas no menos chillonas. Los bribones del lugar eran mayoría: zamorios de piel oscura y ojos negros, con dagas en sus cintos y astucia en los corazones. Pero también había allí lobos de varios pueblos extranjeros. Llamaba la atención un gigante hiperbóreo renegado, taciturno, peligroso, con un sable colgando de su lúgubre y feroz corpachón, puesto que los hombres llevaban el acero sin disimulo en el Maul. Había también un falsificador shemita, de nariz ganchuda y rizada barba de color negro azulado. Un poco más allá, una moza brithunia de mirada descarada sentada sobre las rodillas de un hombre de Gunderland de cabello leonado; se trataba de un mercenario errante, un desertor de algún ejército derrotado. Y el obeso y grosero bribón, cuyas bromas procaces eran motivo de regocijo general, era un secuestrador profesional que había venido de la lejana tierra de Koth para enseñar a los zamorios a raptar mujeres, si bien estos conocían mucho mejor este arte de lo que aquel hombre pudiera saber jamás. El kothio hizo una pausa en la descripción de los encantos de una de sus posibles víctimas y se llevó a la boca una enorme jarra de espumosa cerveza. Luego se lamió los gruesos labios y dijo:
—Por Bel, dios de los ladrones, que voy a enseñarles cómo se roba una mujer; estará del otro lado de la frontera de Zamora antes del amanecer, y allí habrá una caravana esperándola. Un conde de Ofir me prometió trescientas piezas de plata por una esbelta joven brithunia de buena familia.
Estuve vagando varias semanas por las ciudades fronterizas, donde me hacía pasar por mendigo, hasta que encontré una que valiera la pena. ¡Ah, qué guapa es esta golfa!
Cuando terminó de decir esto echó al aire un beso lascivo.
—Conozco señores de Shem que darían por ella el secreto de la Torre del Elefante —dijo volviendo a su cerveza.
Alguien tiró de la manga de su túnica y el hombre volvió la cabeza, frunciendo el entrecejo por la interrupción. Vio entonces a un joven alto y corpulento que se encontraba de pie a su lado. El desconocido estaba tan fuera de lugar en ese antro como un lobo gris entre las ratas de las cloacas. Su pobre y raída túnica dejaba ver las fornidas líneas de su fuerte cuerpo, sus anchos y recios hombros, el pecho macizo, la fina cintura y los brazos fuertes y musculosos. Su piel estaba bronceada por soles remotos, sus ojos eran azules y fogosos, y una desgreñada melena negra coronaba su amplia frente.

De su cinto colgaba una espada dentro de una vieja vaina de cuero. El hombre de Koth retrocedió involuntariamente, porque el hombre no pertenecía a ninguna de las razas civilizadas que conocía.
—Has mencionado la Torre del Elefante —dijo el forastero hablando en lengua zamoria con acento extranjero—. He oído muchas cosas acerca de esa torre. ¿Cuál es su secreto?
La actitud del muchacho no parecía amenazadora, y el valor del kothio había aumentado por efectos de la cerveza y la manifiesta aprobación del público. El hombre lo miró henchido de vanidad y dijo:
—¿El secreto de la Torre del Elefante? —exclamó—.
Bueno, cualquier imbécil sabe que el sacerdote Yara vive allí con la enorme joya llamada Corazón de Elefante; ése es el secreto de su magia.
El bárbaro estuvo callado un momento asimilando estas palabras.
—Yo he visto esa torre —dijo—. Está en un enorme jardín situado en lo alto de la ciudad y rodeado de elevadas murallas.
No he visto guardianes. Las murallas parecían fáciles de escalar. ¿Por qué nadie ha robado esa misteriosa piedra preciosa?
El hombre de Koth se quedó boquiabierto ante la ingenuidad del muchacho y se echó a reír con carcajadas burlonas, a las que se sumaron todos los presentes.
—¡Escuchad a este pagano salvaje! —vociferó—. ¡Pretende robar la joya de Yara! ¡Escucha, muchacho! —dijo dirigiéndole una mirada siniestra al joven—. Vaya, supongo que eres una especie de bárbaro del norte.
—Soy cimmerio —respondió el forastero con tono poco amistoso.
La respuesta y el modo en que lo dijo no significaban casi nada para el hombre de Koth; se trataba de un remoto reino del sur, en las fronteras de Shem, y él sólo conocía vagamente a las razas del norte.
—Entonces presta atención y aprende, muchacho y dijo apuntando con su jarra de cerveza al desconcertado joven—. Debes saber que en Zamora, y especialmente en esta ciudad, hay más intrépidos ladrones que en cualquier otro lugar del mundo, incluido Koth. Si algún mortal hubiera sido capaz de robar la piedra preciosa, puedes estar seguro que habría desaparecido hace mucho tiempo. Tú hablas de escalar las murallas, pero una vez que lo hubieras hecho, desearías irte inmediatamente. Por la noche no hay guardianes, esdecir, guardianes humanos, en los jardines por una buena razón. Pero en el cuarto de guardia, en la parte inferior de la torre, hay hombres armados, y aun si lograras escabullirte entre los que rondan por los jardines de noche, tendrías que eludir a los soldados, porque la gema está guardada en algún lugar de la parte superior de la torre.
—Pero si alguien consiguiera atravesar los jardines — arguyó el cimmerio—, ¿por qué no iba a poder llegar hasta la gema por la parte superior de la torre, eludiendo de ese modo a los soldados?
El hombre de Koth lo miró atónito una vez más.
—¡Oíd lo que dice! —gritó en tono burlón—. ¡Este bárbaro debe de ser un águila capaz de volar hasta el borde enjoyado de la torre, que se halla a tan sólo cincuenta metros de altura, y que tiene las paredes más lisas y resbaladizas que el cristal pulido!
El cimmerio miró furioso a su alrededor, molesto por las carcajadas burlonas con que los presentes acogieron estas palabras. Él no veía nada gracioso en ello y era demasiado ajeno a la civilización para comprender la falta de cortesía. Los hombres civilizados son menos amables que los salvajes porque saben que pueden ser más descorteses sin correr el riesgo que les partan la cabeza. Estaba desconcertado y contrariado y habría salido corriendo de allí, avergonzado, pero el kothio decidió seguir mortificándole.
—¡Anda, anda! —gritó—. ¡Cuéntales a estos pobres hombres, que han sido ladrones desde antes que a ti te engendraran, diles cómo robarías tú la piedra!
—Siempre hay alguna manera de hacerlo, si el deseo está unido al valor —contestó el cimmerio en tono tajante y lleno de rabia.
El hombre de Koth lo tomó como un insulto personal y se puso rojo de ira.
—¡Cómo! —bramó—. ¿Te atreves a enseñarnos nuestro oficio, y a insinuar que somos unos cobardes? ¡Vete! ¡Fuera de mi vista! —gritó empujando al cimmerio con violencia.
—¿Primero te burlas de mí y ahora me pones las manos encima? —dijo el bárbaro con tono crispado, sintiendo que le invadía la cólera y devolviendo el empujón con un manotazo que hizo caer al hombre que lo molestaba de espaldas sobre la tosca mesa.
La cerveza se derramó sobre la cara del kothio y éste desenvainó la espada hecho una furia.
—¡Perro pagano! —vociferó—. ¡Te voy a arrancar el corazón por esto!
El acero centelleó y los presentes se apartaron rápida y desordenadamente. En su desbandada tiraron la única vela que había allí, y el antro quedó a oscuras; se oyó el ruido de bancos rotos, los pasos rápidos de la gente que huía, gritos y blasfemias de individuos que tropezaban y caían encima de otros, y un estruendoso grito de agonía que cortó el alboroto como un cuchillo. Cuando volvieron a encender la vela, la mayor parte de los parroquianos habían huido por las puertas y ventanas rotas, y los demás se apretujaban detrás de los
barriles de vino y debajo de las mesas. El bárbaro había desaparecido; el centro de la habitación estaba desierto, con excepción del cuerpo apuñalado del hombre de Koth. El cimmerio lo había matado en medio de la oscuridad y la confusión, con el infalible instinto de los bárbaros.
Las pálidas luces y el jolgorio de los borrachos se desvanecían detrás del cimmerio. El joven se quitó la
desgarrada túnica y caminó desnudo por las callejuelas
oscuras sin más atuendo que el taparrabo y las sandalias
atadas con correas a sus piernas. Se movía con la suave agilidad natural de un tigre, y sus músculos acerados se marcaban como ondas bajo la piel bronceada.
Llegó al sector de la ciudad reservado a los templos. Por todas partes brillaban a la luz de las estrellas las nívea columnas de mármol, las cúpulas doradas y los arcos plateados, los altares de los innumerables y extraños dioses de Zamora. El muchacho no pensó mucho en esos dioses; sabía que la religión de los zamorios, como todo lo que se refería a un pueblo civilizado y asentado desde hace mucho tiempo en el lugar, era intrincada y compleja y había perdido en gran medida su prístina esencia original en medio de un
laberinto de fórmulas y rituales. Había estado muchas horas en cuclillas en los patios de los filósofos, escuchando los razonamientos y discusiones de teólogos y maestros, y se había ido de allí confuso y perplejo y con una sola idea clara: que estaban todos locos.
Sus dioses eran simples y comprensibles; Crom era su jefe y vivía en una gran montaña, desde donde sentenciaba el destino y la muerte de los hombres. Era inútil invocar a Crom, porque era un dios tenebroso y salvaje que odiaba a los débiles. Pero insuflaba valor a los hombres en el momento de nacer, así como la voluntad y el poder de matar a los enemigos, lo que, para la mentalidad del cimmerio, era lo único que cabría esperar de un dios.
Las sandalias del joven no hacían ruido al caminar por el reluciente empedrado. No había guardianes, porque hasta los ladrones del Maul evitaban los templos, pues se sabía que habían caído extrañas maldiciones sobre los violadores.
Delante de él, recortada contra el cielo, Conan vio la Torre del Elefante. Se preguntó asombrado por qué le habrían dado ese nombre. Nadie parecía saberlo. Nunca había visto un elefante, pero tenía la vaga noción que se trataba de un animal monstruoso, con una cola delante y otra detrás. Eso, al menos, es lo que le había dicho un shemita errante, que le juró que había visto miles de animales como ésos en la tierra de los hirkanios; pero era bien sabido lo mentirosos que son los hombres de Shem. De todos modos, no había elefantes en Zamora.
La torre resplandecía con un fulgor frío bajo el cielo nocturno. A la luz del sol, en cambio, su brillo era tan deslumbrante que pocas personas podían soportarlo. Se decía que estaba hecha de plata. Era redondeada y tenía la forma de un cilindro fino y perfecto, de casi cincuenta metros de altura, y su borde brillaba a la luz de las estrellas debido a las enormes joyas que lo adornaban. La torre se alzaba entre los árboles exóticos y cimbreantes de un jardín situado a gran altura. Había una gran muralla alrededor de este jardín y por fuera un terreno intermedio rodeado asimismo por un muro. No
se veía ninguna luz; parecía que la torre no tuviera ventanas, al menos por encima del nivel de la muralla interior. Tan sólo las gemas de la cúpula brillaban con un resplandor helado bajo el firmamento.
Los matorrales cubrían parte de la muralla exterior, de menor altura. El cimmerio se acercó al paredón y lo midió con la mirada. Era alto, pero él podría saltar y alcanzar el borde con los dedos. Luego sería un juego de niños tomar impulso y pasar al otro lado, y no tenía ninguna duda que podría salvar la muralla interior de la misma manera. Pero vaciló al pensar en los extraños peligros que, según se decía, le esperaban a quien entrase allí. Esa gente le resultaba extraña y misteriosa; no eran de raza y ni siquiera tenían la misma sangre que los brithunios más occidentales, los nemedios, los kothios y los aquilonios, de cuyas culturas y misterios había oído hablar.
Los zamorios, en cambio, eran un pueblo muy antiguo y, por lo que pudo apreciar, muy maligno.
Pensó en Yara, el sumo sacerdote que condenaba a los hombres y lanzaba extrañas maldiciones desde su entrada torre, y se le pusieron los pelos de punta al recordar la leyenda que le contó un paje ebrio de la corte, según la cual Yara se había reído en la cara de un príncipe hostil y alzó delante de él una gema que brillaba con un resplandor incandescente y maligno de la que emergieron unos rayos celadores que envolvieron al príncipe; éste cayó al suelo dando un grito y quedó reducido a un marchito bulto oscuro que se convirtió en una araña negra y, cuando ésta trató de huir frenéticamente, Yara la aplastó con el pie. Yara no salía con frecuencia de su torre mágica, y cuando lo hacía era para lanzar una maldición y hacer el mal a algún
hombre o pueblo. El rey de Zamora le temía más que a la muerte, y estaba siempre borracho porque era la única forma de soportar el miedo. Yara era muy viejo; la gente decía que tenía cientos de años y agregaba que viviría eternamente debido al poder mágico de su piedra preciosa, que los hombres llamaban Corazón de Elefante. Ésta era la única razón por la que llamaban Torre del Elefante a su morada.


EL DIOS EN EL CUENCO – ROBERT E. HOWARD – PART 02

Los dos guardias salieron del cuarto. Demetrio siguió examinando el cadáver, en tanto que Dionus, Arus y los restantes policías vigilaban a Conan, que seguía inmóvil con a espada en la mano como una amenazadora estatua de bronce. Poco después se oyó el eco de unos pasos, y los dos guardias entraron con un hombre corpulento, de piel oscura, que llevaba un casco de cuero y la larga túnica que usan los cocheros; traía un látigo en la mano. Los acompañaba un individuo pequeño, de aspecto tímido, con la actitud característica de los que, habiendo nacido en el seno de la clase artesanal, se convierten en ayudantes insustituibles de los ricos mercaderes y comerciantes. El hombrecillo retrocedió lanzando un grito al ver al hombre tendido en el suelo.

– ¡Ah, ya sabía yo que esto nos iba a traer la desgracia! –gimió.

– Eres Promero, el empleado principal, ¿no es así? ¿y tu quién eres? –pregunto Demetrio.

– Soy Enaro, el cochero de Kallian Pubico.

– No pareces conmoverte demasiado el hecho de ver su cadáver – observo Demetrio.

Los ojos oscuros de Enaro centellaron.

– ¿Por qué habría de estar conmovido? –dijo el hombre-. Alguien ha llevado a cabo lo que yo deseaba ardientemente pero no me atrevía a hacer.

– ¡Vaya! –musito el investigador-. ¿Eres un hombre libre?

Los ojos del cochero reflejaban una profunda amargura cuando se abrió la túnica para enseñar la marca característica de los esclavos que tenía en el hombro.

– ¿Sabías que tu amo venía aquí esta noche?

– No. Yo traje el carruaje al Tempo al atardecer, como todos los días. El subió y yo lo llevé a su casa de as afueras. sin embargo, cuando llegamos a la Vïa Palia me ordeno dar la vuelta y regresar. Parecía muy agitado.

– ¿Y lo trajiste de vuelta al Templo?

– No. Me ordenó detenerme en la casa de Promero. Allí me despidió, dándome instrucciones para que volviera a buscarlo poco después de medianoche.

– ¿A que hora fue eso?

– Poco después del atardecer. Las calles estaban casi desiertas.

– ¿Qué hiciste entonces?

– Volví a la casa de los esclavos, donde me quede hasta que se hizo la hora de regresar a la casa de Promero. Fui directamente hacia allí, y tus hombres me tetuvieron cunado hablaba con Promero en la puerta de su casa.

– ¿Tienes alguna idea de motivo que llevó a Kallian a la casa de Promero?

– Él nunca habla de sus asuntos con los esclavos.

Demetrio se volvió entonces hacia Promero y le preguntó:

– ¿Qué sabes tú acerca de esto?

– Nada. –respondió el empleado con los dientes castañeteando.

– ¿Estuvo Kallian Publico en tu casa, tal como afirma el cochero?

– Sí, señor.

– ¿Cuanto tiempo estuvo contigo?

– Sólo un momento. Se marcho en seguida.

– ¿De tu casa se fue al Templo?

– ¡No lo sé! –grito el empleado con voz chillona.

– ¿Para qué fue Publico a verte?

– Para…, para hablar de negocios.

– ¡Mientes! –dijo Demetrio tajante-. ¿Para qué fue a tu casa?

– ¡No se! ¡No se nada! –chillaba Promero histérico-. Yo no tengo nada que ver con esto.

– Hazle hablar, Dionus. –ordeno Demetrio en tono cortante.

Dionus gruño y le hizo una señal con la cabeza a uno de sus hombres, que se dirigió hacia los dos prisioneros con una sonrisa cruel.

– ¿Sabes quién soy? –preguntó mirando fijamente s su encogida victima.

– Eres Posthumo. –respondió el empleado con aire taciturno-. Le arrancaste un ojo a una muchacha en los Tribunales porque no estaba dispuesta a acusar a su amante.

– ¡Siempre consigo lo que me propongo! –exclamo el guardia vociferando.

Las venas de su grueso cuello se hincharon y su cara enrojeció cuando asío al desdichado por el pescuezo, retorciéndole la túnica hasta casi estrangularlo.

– ¡Habla de una vez, rata! –grito-. ¡Contesta al investigador!

– ¡Oh, Mitra, piedad! –chilló el infeliz-. Juro…

Posthumo lo abofeteó violentamente, primero en una mejilla y después en la otra, luego tiró al suelo y lo pateó con feroz ensañamiento.

– ¡Piedad! –gimió suplicante la víctima-. Hablaré…, diré todo lo que…

– ¡Entonces, ponte de pie, canalla! –rugió Posthumo-. ¡No te quedes ahí lloriqueando!

Dionus lanzó una rápida mirada a Conan para ver si estaba debidamente impresionado.

– ¿Ves lo que les ocurre a los que irritan a la Policía? –le dijo. Conan escupio con desprecio y gruño:

– Es un débil y necio. si alguno de ustedes me llaga a tocar, le desparramo las tripas por el suelo.

– ¿Estas dispuesto a hablar? –pregunto Demetrio con aire hastiado.

– Todo o que sé – dijo el empleado sollozando mientras se ponía de pie, gimiendo como un perro apaleado-, es que Kallian llegó a casa poco después que yo, puesto que salimos del Templo juntos, y dijo al cochero que se marchara. Me amenazó con despedirme si yo le contaba algo a alguien. Yo soy un hombre pobre, mis señores, sin amigos ni favores. Si no trabajaba para él, me moriría de hambre.

– Eso no me incumbe –dijo Demetrio-. ¿Cuanto tiempo estuvo en tu casa?

– Se quedo hasta alrededor de las once y media. Luego se marcho diciendo que iba al Templo y que volvería cuando terminara lo que tenía que hacer.

– ¿Qué pensaba hacer aquí?

Promero vaciló, pero una mirada escalofriante al sonriente Posthumo, que alzaba su enorme puño, lo hizo proseguir inmediatamente.

– Quería ver algo en el Templo.

– Pero, ¿por qué vino solo, y en forma tan secreta y misteriosa?

– Por que ese objeto no era suyo; llegó al amanecer, en un caravana procedente del sur. Los hombres de la expedición no sabían nada acerca de ello, salvo que lo habían cargado en una caravana unos hombres que venían procedente de Estigia, y que estaba destinado a Caranthes de Hanumar, sacerdote de Ibis. El jefe de la primera caravana había recibido dinero de los otros para que entregaran el objeto en mano de Caranthes, pero el bribón quería seguir camino a Aquilonia directamente por la carretera que no pasa por Hanumar. Entonces preguntó si podría dejarlo en el Templo hasta que Caranthes mandara a alguien a recogerlo. Kallian accedió a ello y le dijo que él mismo enviaría un criado para avisar a Caranthes. Pero cuando los hombres de la caravana se hubieron marchado y yo le hablé de enviar al mensajero, Kallian me prohibió que lo mandara. Se quedo pensando sobre qué sería aquel objeto que los hombres habían dejado.

– Y que era?

– Un especie de sarcófago como los que se encuentran en las antiguas tumbas estigias. Pero este era redondo, como un cuenco. Estaba hecho de un metal semejante al cobre, pero más duro, y tenía grabados unos jeroglíficos similares a los de los antiguos menhires del sur de Estigia. La tapa se ajustaba perfectamente al cuenco por medio de unas tiras del mismo metal, y también estaban grabadas. Los hombres de la caravana no sabían que contiene. Solo dijeron que quienes se lo habían dado mencionaron que se trataba de una reliquia de un valor incalculable hallada en las tumbas situadas debajo de las pirámides y que se la enviaban a Caranthes <<por la veneración que sentía por el sacerdote de Ibis la persona que lo enviaba>>. Kallian Publico creía que contenía la diadema de los reyes gigantes que dominaron al pueblo que habitaba en aquellas tierras antes que llegaran allí los antepasados de los estigios. Me enseño un dibujo grabado en la tapa que él afirmaba que tenía la forma de la diadema que según la leyenda usaban los monstruosos reyes. Entonces decidió abrir e cuenco para ver lo que contenía. Se ponía como loco cuando pensaba en la fabulosa diadema incrustada con extrañas piedras preciosas que solo conocía la antigua raza. Una sola de esas gemas –decía-, valía más que todos los tesoros del mundo moderno. Yo le advertí que no lo hiciera, pero poco después de medianoche se fue solo al Templo, ocultándose en las sombras hasta que el guardián estuviera del otro lado del edificio y entrando luego con la llave que tenía colgada de la cintura. Yo lo seguí con la vista hasta que entró, y luego regrese a mi casa. Si en el cuenco aparecía la diadema u otro objeto de mucho valor, él tenía la intención de esconderlo en algún lugar secreto del Templo y después saldría sin dejarse ver. A la mañana siguiente pensaba armar un gran alboroto, diciendo que habían entrado ladrones a su casa y habían robado el objeto de Caranthes. Nadie conocería su maniobra, salvo el cochero y yo, y ninguno de los dos lo traicionaría.

– ¿Y el guardián? –objeto Demetrio.

– Kallian no iba a dejar que éste lo descubriera; planeaba que lo crucificaran por complicidad con los ladrones – respondió Promero.

Arus tragó saliva y palideció al enterarse de la falsedad de su patrón.

– ¿Dónde esta el sarcófago? –pregunto Demetrio, y cuando Promero indico con el dedo, agrego con un gruñido-. ¡Vaya! La misma habitación en la que deben de haber atacado a Kallian.

Promero se retorció las delgadas manos y comento:

– ¿Por qué un hombre de Estigia había de enviar un regalo a Caranthes? Antiguos dioses y extrañas momias se han cruzado en el camino de las caravanas anteriormente, pero, ¿quién adora tanto al sacerdote de Ibis en Estigia, cuando allí todavía se venera al supremo demonio de Set, que se oculta en la oscuridad de las tumbas? El dios Ibis ha luchado contra Set desde que se creo el mundo, y Caranthes ha combatido contra los sacerdotes de Set toda su vida. Hay algo oscuro y misterioso en todo esto.

– Enséñanos el  sarcófago – ordeno Demetrio.

Promeo avanzo con gesto vacilante. Todos fueron tras él, incluso Conan, que aparentaba indiferencia aunque sentía curiosidad, ante la mirada precavida de los guardias. Pasaron a través de los desgarrados tapices y entraron en el salón, que estaba menos iluminado que el corredor. Las puertas que habían a ambos lados daban a otras habitaciones, y en as paredes había fantásticas efigies, dioses de tierras extrañas y de pueblos remotos. En ese momento Promero lanzó un grito aterrador.

– ¡Mira! ¡El sarcófago! ¡El cuenco esta abierto y… vacio!

En el centro de la habitación había un extraño cilindro negro, de más de un metro de altura y unos noventa centímetros de diámetro en la parte ancha, equidistante de la tapa y de la base. La pesada tapa grabada estaba en el suelo, y a su ado había un martillo y un cincel. Demetrio miro en su interior, observo extrañado durante unos segundos los borrosos jeroglíficos, y se volvió hacia Conan.

– ¿Es esto lo que venías a robar?

El bárbaro negó con un movimiento de la cabeza y dijo:

– ¿Cómo podría llevase esto un hombre solo?

Cortaron las bandas con este cincel –musito Demetrio-, y lo hicieron de prisa. Hay marcas de los golpes fallidos del martillo que abollaron el metal. Podemos deducir que Kallian abrió el cuenco. Había alguien escondido cerca de él, quizá oculto detrás de las cortinas de la puerta. Cuando Kallian quito la tapa del cuenco, el asesino se abalanzo sobre él, o tal vez primero mato a Kallian y después abrió el cuenco.

– Este objeto es escalofriante –dijo el empleado con un estremecimiento-. Es demasiado antiguo para ser sagrado. ¿Quién ha visto jamás un metal parecido? Parece más duro que el acero de Aquionia; observa que esta corroído y carcomido en algunos lugares. ¡Y mira aquí en la tapa! –dijo Promero señalando con dedo tembloroso-. ¿Qué crees que es esto?

Demetrio se inclino para observar el dibujo grabado y dijo:

– ¡No! –exclamo Promero-. ¡Ya se lo advertí a Kallian, pero él no quiso creerme! ¡Es una serpiente enroscada que se muerde la cola! ¡Es el símbolo de Set, la Antigua Serpiente, el dios de los estigios! Este cuenco es demasiado viejo para pertenecer al mundo de los humanos; es una reliquia de la época en que Set habitaba la tierra con forma humana. ¡Tal vez la raza que nació de él enterraba los huesos de sus reyes en cajas como ésta!

– ¿Quieres decir que uno de estos esqueletos se levanto, estrangulo a Kallian Publico y luego se marcho?

– No era hombre lo que había en este cuenco – susurro el empleado, mirando asombrado con ojos desorbitados-. ¿Qué hombre podría estar enterrado ahí dentro?

Demetrio lanzó un juramento y dijo:

– Si Conan no es culpable, el asesino se encuentra todavía en algún lugar del edificio. Dionus y Arus, que dense comigo, y ustedes tres, los prisioneros, permanezcan aquí también. ¡Los demás busquen por toda la casa! El asesino, en caso de haber conseguido huir antes que Arus encontrara el cadáver, sólo pudo haber escapado por el mismo lugar por el que entró Conan, y entonces el bárbaro lo habría visto, en caso que no mienta.

– No vi a nadie más que a este perro – gruño Conan, señalando a Arus-.

-Claro que no vistes a nadie –dijo Dionus-, porque tu eres el asesino. Estamos perdiendo el tiempo, pero buscaremos por pura formalidad. Y si no encontramos a nadie, ¡te prometo que te quemaremos vivo! ¡Recuerda la ley, mi salvaje de negra melena: por matar a un artesano, te envían a las minas; por asesinar a un mercader, te cuelgan, y por dar muerte a un señor, te queman en la hoguera!

Conan enseño sus dientes por toda respuesta. Los hombres comenzaron a registrar. Los que se quedaron en la habitación oyeron sus pasos arriba y abajo, moviendo objetos, abriendo puertas y gritando de una habitación a otra.

– Conan –dijo Demetrio-, ¿sabes lo que supone para ti si no encuentran a nadie?

– Yo no lo mate –gruño el cimeriano-. Si él hubiera intentado hacerme algo, e hubiera roto el cráneo, pero no lo vi hasta que tuve delante de mi su cadáver.

– De todas formas, alguien te habrá enviado aquí a robar –manifestó Demetrio-, y con tu silencio te haces cómplice del asesinato. El menor hecho de estar aquí es suficiente para enviarte a las minas, admitas o no tu culpabilidad. Pero si nos cuentas todo, podrás salvarte de la muerte en la hoguera.

– Está bien –respondió el bárbaro de mala gana-, vine aquí a robar la copa zamorana de diamantes. Un hombre me entrego el plano del Templo y me dijo dónde la encontraría. Esta en ese cuarto –dijo Conan, señalando la habitación de al lado-, en un nicho que hay en el suelo bajo la efigie de un dios shemita hecha de cobre.

– Dice la verdad –afirmó Promero-. No creo que haya seis hombres en todo el mundo que sepa dónde está escondida esa copa.

– Y, de haberlo conseguido –pregunto Dionus con desprecio-, ¿se la habrías entregado realmente al hombre que te contrato?

De nuevo los ardientes ojos del cimeriano lanzaron destellos de cólera y rencor.

– No soy un perro –dijo el bárbaro entre dientes-. Yo cumplo con mi palabra.

– ¿Quién te envió aquí? –inquirió Demetrio, pero Conan permaneció en un hosca y empecinado silencio.

En ese momento llegaron los guardias después de haber registrado toda la casa.

– No hay ningún hombre escondido en esta casa –dijeron-. Hemos registrado todo e edificio. Encontramos la portezuela del techo por donde entró el bárbaro, y el cerrojo que partió en dos. Si un hombre se hubiera escapado por allí, lo habría visto los guardias, a menos que hubiera huido antes de haber llegado nosotros. Además, habría tenido que apilar algunos muebles para llegar a la trampilla, y no hay señales indicando que alguien lo haya hecho. Pero, ¿no habrá escapado por la puerta principal antes que Arus diera vuelta al edificio?

– No, porque la puerta estaba cerrado con llave por dentro –respondió Demetrio- y las únicas llaves que abren la cerradura son las que tiene Arus y la que todavía cuelga de cinto de Kallain Publico.

– Yo creo haber visto la soga que utilizo el asesino –dijo un guardia.

– ¿Y donde esta, imbécil? –exclamo Dionus.

– En la habitación de al lado – respondió el otro-. Es una gruesa soga negra enrollada alrededor de una columna de mármol. No pude llegar a ella.

El guardia los condujo hasta un cuarto lleno de estatuas de mármol y señalo una columna muy alta. Luego se detuvo estupefacto.

– ¡Ha desaparecido! –exclamo con un grito.

– Nunca estuvo allí –dijo Dionus con un bufido.

– ¡Por Mitra que estaba allí hace un momento! La vi enrollada alrededor de la columna, justo encima de aquellas hojas granadas. Está tan oscuro allí arriba que no pude ver mucho más; estaba allí.

– Estas borracho –dijo Demetrio dándole la espalda-. Este lugar esta demasiado alto como para que un hombre pueda llegar hasta allí, y no hay nadie capaz de trepar por esa columna tan lisa.

– Un cimeriano podría hacerlo. –dijo en voz baja uno de los hombres.

– Es posible. Digamos que Conan estrangulo a Kallian, ató la cuerda alrededor de la columna, atravesó e corredor y se escondió en el cuarto en el que esta la escalera. Pero, ¿cómo pudo haber quitado la soga después de que ustedes la vieron? No, yo les aseguro que Conan no cometió el asesinato. Creo que el verdadero criminal mato a Kallian para conseguir lo que había en el cuenco y ahora está oculto en algún rincón de Templo. Si no conseguimos hallarlo, tendremos que culpar al bárbaro, para cumplir con la justicia. Pero.., ¿Dónde esta Promero?

Los guardias habían regresado a la habitación en a que se encontraba el cuerpo inmóvil, en el corredor. Dionus lanzó un grito llamando a Promero, para que viniera del cuarto en el que estaba el cuenco vacío. El hombre temblaba y su rostro había palidecido.

– ¿Qué sucede ahora? –pregunto Demetrio irritado.

– ¡Encontre un símbolo en la base del cuenco! –dijo temblando Promero-. No es un jeroglífico antiguo, ¡es un signo recién grabado! ¡Es la marca de Thot-Amon, e hechicero estigio, e enemigo mortal de Caranthes! ¡Debe de haber encontrado el cuenco en alguna terrorífica caverna debajo de las pirámides encantadas! ¡Los dioses antiguos no morían como los hombres, sino que caían en prolongados letargos y sus adoradores los encerraban en sarcófagos para que ningún extraño pudiera interrumpir su sueño! Thot-Amon envió a Caranthes a la muerte. La codicia de Kallian dejo en libertad a ese demonio, que ahora se halla oculto cerca de nosotros. Incluso puede estar acercandose sigilosamente a nosostros.

– ¡Grandicimo tonto! –rugió Dionus, dándole un fuerte golpe en la boca a Promero-. Bueno, Demetrio –dijo volviéndose hacia el investigador-, no veo razón para no arrestar a este bárbaro…

El cimeriano lanzó un grito, mirando hacia la puerta de una habitación adyacente al cuarto de las estatuas.

– ¡Miren! –exclamó-. He visto algo que se movía en esa habitación; lo he visto a través de los tapices. Cruzo por el suelo como una sombra.

– ¡Bah! –dijo Posthumo bufando-. Ya hemos registrado esa habitación…

– ¡Has visto bien! –chillo Promero histéricamente-. ¡Este lugar esta maldito! ¡Alguien salió del sarcófago y mató a Kallian Publico! ¡Se escondió donde ningún hombre podría hacerlo, y ahora ronda por esa habitación! ¡Oh, Mitra, defiéndenos de los poderes de las tinieblas! ¡Que busquen de nuevo en ese cuarto, señor! –concluyo aferrándose a la túnica de Dionus con dedos que parecían garras.

Mientras el perfecto se liberaba del desesperado apretón del empleado, Posthumo dijo:

– ¡Tendrás que buscar tú mismo, mequetrefe!

Luego, agarrando a Promero con una mano en el cuello y otra en el cinto, empujó al infeliz delante de él en dirección a la puerta, donde se detuvo y lo lanzó con tal violencia que Promero cayó y quedo medio inconciente.

– ¡Basta! –gruño Dionus, mirando al silencioso cimeriano.

Luego el perfecto alzó una mano –la tención era enorme- y se produjo una nueva interrupción. Entro un guardia, arrastrando a un joven delgado y ataviado con ropas elegantes y caras.

– Lo vi escabullirse por la parte trasera del Templo –exclamo el guardia, buscando aprobación, pero en lugar de ello fue insultado hasta ponérsele los pelos de punta.

– ¡Suelta a ese caballero, grandísimo imbécil; torpe! –grito el perfecto-. ¿No conoces a Aztrias Petenius, el sobrino del gobernador?

El guardia se aparto avergonzado, mientras el fatuo joven aristócrata se limpiaba con gesto remilgado una manga de su túnica bordada.

– Ahórrate las disculpas, mi buen Dionus –dijo suavemente-. Todo ha sido en nombre del deber, lo sé. Regresaba a casa de una juerga nocturna y venía andando para refrescar mi cabeza de los vapores etílicos. Pero, ¿qué pasa aquí? ¡Por Mitra! ¿Hubo un asesinato?

-Si, mi señor –respondió el perfecto-. Tenemos un sospechoso que, aunque Demetrio no esté seguro, irá sin duda a la hoguera por ello.

– Un bruto de aspecto feroz –murmuro el joven aristócrata-. ¿Como se puede dudar de su culpabilidad? Jamás he visto a nadie de aspecto tan infame.

– ¡Claro que le has visto, maldito perro perfumado! –gruño el cimeriano-. Me has visto cuando me contrataste para robar la copa zamoria. ¿Una juerga? ¡Bah! Estabas esperando en la oscuridad a que te entregara el botín. No habría revelado tu nombre si hubieras jugado limpio. Ahora dile a estos perros que me viste trepar por la pared después que el guardia hiciera su última ronda, para que sepan que no tuve tiempo de matar a este puerco cebado antes que Arus entrara y hallase el cadáver. Demetrio lanzó una rápida mirada a Aztrias. El joven no se inmuto.

– Si lo que el bárbaro dice es cierto, mi señor -dijo el investigador-, esto lo deja libre de sospecha de asesinato, y podemos echar tierra sobre este asunto de intento de robo. Al cimeriano le corresponden diez años de trabajos forzados por allanamiento de morada, pero basta con que tú lo pidas para que lo dejemos libre y nadie, salvo nosotros, sabrá nada de esto. Lo comprendo, no sería el primer joven aristócrata que tiene que recurrir a esto para pagar deudas de juego o algo parecido, pero puedes confiar en nuestra discreción.

Conan miro expectante al joven, pero Aztrias se encogió de hombros y bostezo cubriéndose la boca con su blanca y delicada mano.

– No lo conozco –respondió-. Está loco cuando dice que yo lo he contratado. Que reciba su merecido. Es fuerte, y el trabajo en las minas le hará bien.

Conan miró asombrado con ojos centellantes y dio un respingo como si lo hubieran pinchado. Los guardias se pusieron alertas y empuñaron sus alabardas, pero en seguida se tranquilizaron al ver que bajaba la cabeza, con gesto de hosca resignación. Arus no sabía si e joven os estaba mirando a través de esas espesas cejas negras.

El cimeriano ataco sin más previo aviso que da una cobra cuando se lanza sobre su presa. Su espada brilló a la luz de las velas, Aztrias comenzó a chillar pero sus gritos se extinguieron cuando su cabeza voló de sus hombros entre un chorro de sangre, con las facciones convertidas en una banca mascara de horror.

Demetrio extrajo su daga y dio un paso adelante para apuñalarlo. Como un felino, Conan se dio media vuelta e intento clavar un puñal asesino en la ingle del investigador. El instintivo salto hacia atrás de Demetrio apenas consiguió desviar el sable que se hundió en su muslo, resbalo sobre el hueso y a punta del arma salió por el otro lado de la pierna. Demetrio cayó sobre una rodilla lanzando un gemido de agonía.

Conan no se detuvo. La alabarda que esgrimía Dionus salvó al perfecto de recibir un mandoble que le hubiera hundido el cráneo, pero la hoja resbalo hacia abajo y corto limpiamente su oreja derecha. La fulminante rapidez del bárbaro paralizó a los demás policías. La mitad de ellos habrían quedado fuera de combate antes de que tuvieran tiempo de enfrentarse a él, pero el fornido Posthumo, más por suerte que por destreza, logro rodear con sus brazos el cuerpo del cimeriano, intento aprisionar su brazo armado. El bárbaro lanzó un puñetazo a la cabeza del guardia con la mano izquierda, y Posthuno se desplomo gritando y cubriéndose la órbita vacía y sangrante en la que había habido un ojo. Conan saltó hacía atrás eludiendo los golpes de las alabardas. El impulso lo llevó fuera del círculo de sus adversarios y ahora se encontraba cerca de Arus, que se había agachado para recoger su ballesta. Un puntapié violento en el estomago lo hizo caer al suelo con la cara lívida y haciendo arcadas, mientras Conan le dio un golpe en la boca al guardia con  la sandalia. El infeliz lanzo un chillido con los dientes rotos mientras de sus labios destrozados manaba una espuma sanguinolenta.

En ese momento todos se quedaron paralizados al oír un impresionante grito de horror que llegó desde la habitación en la que Posthumo había arrojado a Promero. El empleado apareció tambaleante entre las cortinas de terciopelo y se detuvo temblando, con enormes sollozos silenciosos, mientras las lágrimas rodaban por sus pálidas y pastosa mejillas y humedecían sus abios abiertos, babeantes y blancuzcos; parecía un niño idiota llorando. Todos lo miraron espantados: Conan, con la espada goteando sangre; los guardias con sus alabardas levantadas; Demetrio, arrodillado y encogido en e suelo procurando contener la sangre que manaba de la enorme herida que tenía en el muslo; Dionus, apretando el sangrante muñón de la oreja cortada; Arus llorando y escupiendo fragmentos de dientes rotos, y hasta Posthumo, que dejó de aullar y parpadear con el único ojo que le quedaba. Promero entro tambaleándose en el corredor y cayó tieso ante ellos, estallaba en carcajadas demenciales.

– ¡La mano de dios llega muy lejos, ja,ja,ja,! ¡Oh, nadie se salva de su maldición!

Luego tras una espantosa convulsión, se quedo rígido mirando hacia las sombras del techo con ojos que ya no veían y sonriendo con un gesto espeluznante.

– ¡Esta muerto! –exclamo Dionus con voz sobrecogida y llena de temor, olvidándose de su propia herida y hasta de bárbaro que estaba a su lado con la espada manchada de sangre.

Se acerco al cuerpo y lo examino, irguiéndose en seguida con los ojos desorbitados.

– No esta herido –dijo-. En nombre de Mitra, ¿qué hay en esa habitación?

El pánico hizo presa de ellos y huyeron gritando hacia la puerta de salida. Los guardias dejaron caer sus alabardas, se amontonaron en la salida dando manotazos, arañándose y gritando, y salieron corriendo como locos. Arus salió tras ellos, y también el puerco Posthumo, que chillaba quejándose como un cerdo herido y suplicaba que no lo dejaran solo en ese lugar. Se cayó entre los que iban detrás, que lo tiraron al suelo y lo pisotearon, gritando de miedo. Se arrastró tras ellos, y detrás venia Demetrio, cojeando y apretándose el muslo herido del que aun manaba abundante sangre. La policía, el cochero, los guardias, los oficiales y funcionarios, tanto los que estaban heridos como los que no lo estaban salieron a la calle dando voces de espanto, los transeúntes horrorizados salían huyendo son detenerse a preguntar por que.

Conan quedo solo en el amplio corredor, exceptuando los tres cadáveres que yacían en el suelo. El bárbaro empuño con más fuerza su espada y entró en la habitación. Estaba llena de tapices de seda, había lechos con almohadones de seda por todas partes en un descuidado derroche. Entonces, el cimeriano vio un rostro que lo contemplaba por encima de un pesado biombo dorado. Conan miró asombrado la fría y clásica belleza de aquel semblante; jamás había visto un ser humano igual. Aquel rostro no expresaba debilidad o compasión, ni crueldad, ni bondad, ni ningún otro sentimiento humano. Podía tratarse de la máscara de mármol de un dios, tallado por una mano maestra, a no ser por el inconfundible hálito de vida que había en esa criatura, una vida fría y extraña, que el cimeriano nunca había visto y que no comprendía. Pensó fugazmente en la marmórea, y maravillosa hermosura del cuerpo que debía de estar ocultando el biombo; ha de ser perfecto –se dijo-, a juzgar por aquel rostro de belleza sobre humana. Pero solo alcanzaba a ver la cabeza modelada, que se movía de un lado a otro. Los labios carnosos se abrieron y pronunciaron una sola palabra, con voz cálida y vibrante, como el tañer de las selvas de Kithai. Hablaba en una lengua desconocida, olvidada antes de que erigieran los reinos de los hombres; pero Conan comprendió perfectamente su significado.

– ¡Acércate! –le decía-.

El cimeriano se acerco con un salto felino y el silbido de su espada cortando e aire. La hermosa cabeza cayó separada del cuerpo, dio contra el suelo a un lado del biombo y rodó un trecho hasta quedar inmóvil.

Entonces Conan se estremeció y un escalofrió indescriptible le recorrió el cuerpo al ver que el biombo se sacudía por las convulsiones de algo que había detrás. El bárbaro había visto y oído morir a decenas de hombres, pero jamás había escuchado semejante estertores de un ser humano. Era un forcejeo aterrador. El biombo se agitó, se balanceó, se tambaleó, se inclinó hacía adelante y cayó en un estruendo a los pies de Conan. Éste se asomo y observo lo que había detrás.

Entonces un horror inenarrable se apodero del cimeriano, que corrió sin cesar hasta que las torres de Numalia se desvanecieron con la luz del alba a sus espaldas. El recuerdo de Set era como una pesadilla, al igual que el de los hijos de Set que una vez reinaron sobre la tierra y que ahora estaban sumidos en un profundo sueño en sus tenebrosas cavernas debajo de las sombrías pirámides. Porque detrás del biombo dorado no había cuerpo humano, sino los anillos trémulos y brillantes de una gigantesca serpiente decapitada.

TITULO ORIGINAL: The God on the Bowl  – 1952 

     

    


EL DIOS EN EL CUENCO – ROBERT E. HOWARD – Part 01

Arus, el guardia nocturno, aferró su ballesta con manos temblorosas y sintió unas pequeñas gotas de pegajoso sudor sobre su piel mientras contemplaba el horrible cadáver que yacía sobre el suelo resplandeciente. Es profundamente desagradable encontrarse con la Muerte a medianoche en un lugar solitario.

El guardia se hallaba en un amplio corredor iluminado por enormes velas colocadas en los nichos que había en las paredes. Entre un nicho y otro, los muros aparecían cubiertos de tapices de terciopelo negro, entre estos, colgaban escudos y armas cruzadas con formas fantásticas. También había, aquí y allá, imágenes de extraños dioses; se trataban de figuras talladas en piedra o en maderas raras, o bien fundidas en bronce, hierro o plata, que se reflejaban tenuemente en el reluciente suelo negro.

Arus sintió un escalofrío. Todavía no se había habituado al lugar. Aunque llevaba varios meses trabajando allí como guardián. Era un lugar fantástico, un gran museo y galería de antigüedades que la gente llamaba el Templo de Kallian Publico, un edificio lleno de objetos raros traídos de todos los rincones del mundo. Ahora, en la soledad de la medianoche, Arus estaba de pie en el inmenso salón y observaba el cadáver tirado de quien había sido el rico y poderoso propietario del Templo. A pesar de la poca luz, el guardián se dio cuenta que el hombre muerto presentaba un aspecto extrañamente diferente del que tenía cuando lo viera pasar por la Vía Palia en su dorado carruaje, arrogante y dominador, con un rostro en el que destacaban sus ojos oscuros que centellaban con un magnetismo y una vitalidad sorprendente. Los enemigos de Kallian Publico apenas lo reconocerían ahora, tendido como un cúmulo de grasa desintegrada, con el rico manto rojo y su túnica de color púrpura deshecha. Tenía el rostro ennegrecido, los ojos salidos de sus órbitas y la lengua colgando de la boca abierta. Tenía las manos rollizas extendidas en un gesto de rara impotencia, y las piedras preciosas lanzaban destellos desde sus gruesos dedos.

– ¿Por qué no se habrían llevado los anillos? – musito el guardián con un extraño desasosiego.

En ese momento miró sobresaltado y se le pusieron los pelos de punta. A través de los oscuros tapices de terciopelo y seda que ocultaba una de las tantas puertas que daban al salón. Apareció un hombre. Arus vio a un joven alto y fornido, que no llevaba más ropa que un taparrabo y unas sandalias atadas a sus piernas. Su piel estaba bronceada por soles remotos. Arus observo con cierto nerviosismo sus anchas espaldas, su pecho enorme y sus gruesos brazos. Le había bastado una simple mirada para darse cuenta que el joven no era nemediano. Debajo de un mechón de rebeldes cabellos negros había un par de ojos azules ardientes y amenazadores. De su cinto colgaba una enorme espada, dentro de una vaina de cuero. Arus sintió un hormigueo por todo el cuerpo. Apretó con fuerza su ballesta pensando en la posibilidad de disparar contra el extraño sin decir una palabra, aunque temía lo que pudiera ocurrir sino le daba muerte al primer intento.

El desconocido miró el cuerpo que yacía en el suelo con un gesto más de curiosidad que de sorpresa.

– ¿Tú lo mataste? – pregunto el guardián.

– Yo no lo he matado. –Respondió el joven en lengua nemediana con acento extranjero, negando con un gesto de su desgreñada cabeza-. ¿Quién es?

– Kallian Publico – Contesto Arus, retrocediendo.

Un destello de interés brillo en los taciturnos ojos azules del muchacho.

– ¿Es dueño del edificio? – volvió a preguntar el bárbaro.

– Sí.

Arus había retrocedido hasta la pared. Asió un grueso cordón de terciopelo que había allí colgando y tiro de el con fuerza. En ese momento llegó de la calle el estridente repicar de las campanas para llamar a los guardias.

El joven extranjero le pregunto asombrado:

– ¿Por qué lo has hecho? Voy a buscar al guardián.

– ¡Yo soy el guardián, bellaco! –dijo Arus, armado de valor-. Quédate donde estás. ¡No te muevas o te mato!

Tenia el dedo apoyado en el gatillo de su ballesta, y la terrible cabeza de cuatro aristas de la flecha apuntaba directamente al enorme pecho de joven. El extranjero frunció el ceño y bajo su oscura cabeza. No arecía tener miedo, pero daba la impresión de dudar entre obedecer la orden o intentar un ataque sorpresa. Arus se paso la lengua por os labios y se le helo la sangre en las venas, manifiestamente inquieto al ver la lucha interior y las intenciones homicidas que se reflejaban en los turbios ojos del extranjero.

En ese momento se oyó el ruido de una puerta que se abría con violencia y una confusión de voces. El guardián respiro aliviado con una muestra de gratitud y asombro. El extranjero se puso tenso y miro preocupado con la expresión de una presa acorralada cuando vio que entraban seis hombres. Todos, menos uno, vestían la túnica de la policía de Numalia. Iban armados con cortas espadas punzantes y llevaban alabardas, unas armas de mango largo, y mezcla de pica y hacha.

– ¿Qué diablos es esto? –exclamo el hombre que parecía destacar del grupo, cuyos fríos ojos grises y rostro delgado de rasgos afilados, así como su atuendo de civil, lo diferenciaban de sus fornidos acompañantes.

– ¡Por Mitra, es Demetrio! –exclamo Arus-. La suerte esta conmigo esta noche. ¡No tenía esperanza que los guardias respondieran tan rápidamente a la llamada, y menos que tú estuvieras con ellos!

-Estaba haciendo la ronda con Dionus –respondió Demetrio –. Pasábamos delante del templo cuando sonó la campana. Pero, ¿quién es este? ¡Isthar! ¡Es el mismísimo propietario del Templo!

– Si, es él –respondió Arus-, t ha sido asesinado salvajemente. –es mi obligación recorrer el edificio constantemente durante toda la noche por que, como sabes, aquí hay objetos valiosísimos. Kallian Publico contaba con ricos mecenas: sabios, príncipes y ricos coleccionistas de objetos raros. Pues bien, hace tan sólo unos minutos intente abrir la puerta que da al pórtico y la encontré cerrada, aunque sin llave. La puerta tiene un cerrojo que se acciona desde ambos lados, y un enorme candado, que sólo puede abrirse desde fuera. Kallian Publico era el único que tenía la llave del candado; es esa que tiene colgando al cinto. Me di cuenta que ocurría algo extraño, porque Kallian solía cerrar la puerta con candado cuando se iba del Templo, y yo no lo había visto desde que se marcho al atardecer a su casa de las afueras. Yo tengo una llave que abre el cerrojo; cuando entré, halle el cuerpo tendido, como esta ahora. No lo he tocado.

– Entonces –pregunto Demetrio examinando al sombrío extranjero-, ¿quien es éste?

– ¡El asesino, seguramente! –exclamo Arus-. Entro por aquella puerta. Es un bárbaro del norte o algo parecido; tal vez sea hiperbóreo o quizá bosonio.

– ¿Quién eres? –pregunto Demetrio.

– Soy Conan, el cimeriano – respondió el bárbaro.

– ¿Has matado a este hombre?

El cimeriano nego con la cabeza.

– ¡Responde! –ordeno con brusquedad el que interrogaba.

Un destello de cólera brilló en los taciturnos ojos azules cuando dijo:

– ¡No soy un perro para que me hables de esa manera!

-¡Vaya un tipo insolente! –dijo con desprecio el compañero de Demetrio, un hombre corpulento que llevaba una insignia de perfecto de policía-. ¡Un perro libre e independiente! Ya le quitare los humos. ¡He, tu! ¡Habla de una vez! ¿Por qué has matado… ?

Un momento , Dionus –ordeno Demetrio-. Escucha, forastero, yo soy el jefe del Consejo Inquisitorio de la ciudad de Numalia. Será mejor que me digas por que estás aquí y, si no eres el asesino, será mejor que lo demuestres.

El cimeriano vaciló. No tenia miedo, sino que se sentía perplejo, que es lo que le ocurre a los bárbaros cuando enfrentan a las complejidades de las sociedades civilizadas, cuyo funcionamiento les resuta tan desconcertante y misterioso.

– Mientras lo piensa –espeto Demetrio, volviéndose hacia Arus-. dime, ¿has visto a Ksllian Pubico cuando se marchaba del Templo al atardecer?

– No, mi señor, pero él generalmente ya se ha marchado cuando yo comienzo mi guardia. La puerta grande estaba cerrada con llave.

– ¿Pudo haber vuelto a edificio sin que tú lo vieras?

– Es posible, pero poco probable. De haber regresado de su casa, hubiera venido en su carruaje, porque está lejos; ¡Quién ha oído que Kallian Publico viaje de otra forma? Aunque yo hubiera estado en el otro extremo del Templo, habría oído las ruedas del carruaje sobre el empedrado. Y estoy seguro de no haber oído nada.

– ¿Y la puerta estaba cerrada a primera hora de la noche?

– Podría jurarlo. Yo siempre compruebo todas las puertas durante mi guardia nocturna. La puerta estuvo cerrada por fuera hasta hace media hora más o menos; ésa fue la última vez que lo comprobé, y la hallé cerrada.

– ¡No oíste gritos ni ruidos de pelea?

– No, señor. Pero no es raro, porque las paredes del Templo son tan gruesas que no se oye nada a través de ellas.

– ¿A qué viene tanta pregunta y especulación? –terció el fornido prefecto-. Este es el culpable, sin duda alguna. Llevémosle a los Tribunales; allí lo haré confesar, aunque tenga que romperle los huesos.

Demetrio miro al bárbaro y le pregunto:

– ¿Has entendido lo que ha dicho? ¿Tienes algo que añadir?

– Que el hombre que me toque estará muy pronto saludando a sus ancestros en el infierno. –Contesto el cimeriano con los dientes apretados y los ojos centellantes llenos de ira.

– ¿Para qué has venido aquí, si no fue ´para matar a este hombre? –prosiguió Demetrio.

– He venido a robar. –Respondió el joven con gesto hosco.

– ¿A robar que?

– Vine a robar comida. –Dijo Conan, después de vacilar un momento.

– ¡Mentira! –Exclamo Demetrio-. Sabes muy bien que no hay comida. Dime la verdad o…

El cimeriano apoyó la mano en la empuñadura de su espada, en un gesto tan amenazador como el de un tigre cuando enseña los colmillos.

– ¡Ahorra tus provocaciones y fanfarronadas para los cobardes que te tengan miedo! –Gruño Conan-. No soy un nativo de Nemedia y no voy a inclinarme ante tus esbirros. He matado a hombres más buenos que tú por menos que esto.

Dionus, que había abierto la boca congestionado por la ira, la volvió a cerrar, los guardias movieron sus alabardas con gesto inseguro y miraron a Demetrio esperando órdenes. Se habían quedado mudos al oír el desafío lanzado contra el todopoderoso policía, y esperaban que éste diera la orden de detener al bárbaro. Pero Demetrio no dio ninguna orden. Arus miraba a uno y a otro, preguntándose que estaría pasando por la aguda mente de Demetrio, detrás de su rostro de halcón. Tal ves el magistrado temiera suscitar un arrebato de cólera al bárbaro, o quizás dudara realmente de su culpabilidad.

– No te he acusado de matar a Kallian –dijo bruscamente-. Pero debes admitir que las circustancias no te favorecen. ¿Cómo entraste en el Templo?

– Me escondí en el oscuro almacén que hay detrás de este edificio. .contesto Conan de mala gana-. Cuando este perro –agrego señalando con el dedo a Arus- pasó doblando la esquina, corrí hacia el muro y trepe por el…

– ¡Mentira! –interrumpió Arus –. ¡Ningún hombre puede subir por esa pared tan recta!

– ¿Nunca has visto a un cimeriano escalar una montaña escarpada cortada a pico? – pregunto Demetrio-. Soy yo quien dirige el interrogatorio. Continua, Conan.

– La esquina de edificio está decorada con esculturas –continuó el cimeriano-, por lo que me resulto fácil trepar. Legué al techo antes que este perro hubiera dado la vuelta al edificio. Encontré la portezuela cerrada con un pasador de hierro por dentro. Rompí el cerrojo en dos y…

Arus, recordó e grosor del cerrojo, se quedo boquiabierto y se apartó del cimeriano, que le miro ensimismado y siguió hablando:

– Pasé por a portezuela y entre en a habitación de arriba. Allí no me detuve, sino que fui directamente hacia la escalera…

– ¿Cómo sabías dónde estaba la escalera? Sólo a los criados de Kallian y algunos de sus ricos mecenas le está permitido entrar en esas habitaciones de la parte superior del edificio.

Conan permaneció en un obstinado silencio.

– ¿Qué hiciste cuando llegaste a la escalera? –siguió preguntando Demetrio.

– Bajé directamente y llegué a una habitación que se encuentra detrás de aquella puerta cubierta por a cortina –murmuro el cimeriano-. Cuando bajaba por la escalera, oí que se habría otra puerta. Al levantar la cortina, vi a este perro de pie al lado del hombre muerto.

– ¿Po qué saliste de tu escondite?

– Por que al principio creí que era otro ladrón que venía a robar lo mismo que…

El cimeriano se interrumpió súbitamente.

– ¡Lo mismo que tu habías venido a robar! –concluyo Demetrio-. No te quedaste en las habitaciones de arriba, donde están guardado los mayores tesoros. ¡Has venido aquí enviado por alguien que conoce muy bien el Templo, para robar alguna cosa especial!

– ¡Y para matar a Kallian Publico! –exclamo Dionus-. ¡Por Mitra, esta muy claro! ¡Detengan lo guardias; confesara antes del alba!

Lanzando una maldición en lengua extranjera, Conan dio un salto hacia atrás y desenvaino su espada con una furia tal que el afilado sabe corto el aire con un silbido.

– ¡Atrás, si aprecian en algo sus malditas vidas! –gruño-. ¡No crean que por el hecho de dedicarse a torturar tenderos y a desnudar y azotar rameras para hacerlos hablar, van a poner sus asquerosas garras encima de un hombre de las montañas! ¡Si tocas tu arco, guardián, te reviento las tripas de una patada!

– ¡Espera! –dijo Demetrio-. Detén a tus hombres, Dionus. Aun no estoy convencido que sea el asesino.

Demetrio se inclino hacia Dionus y susurro algo que Arus no pudo oír, pero tuvo la impresión que era un plan para engañar a Conan y arrebatarle la espada.

– Esta bien –gruño Dionus-. Retrocedan, ustedes, pero no le quiten los ojos de encima.

– Dame tu espada. –dijo Demetrio a Conan.

– ¡Ven a quitármela, si puedes! –replico Conan-. El investigador se encogió de hombros y dijo:

– De acuerdo. Pero no intentes escapar. Hay hombres con ballestas afuera, vijilando el edificio.

El bárbaro bajo la espada, si bien mantuvo su tensa actitud alerta. Demetrio se volvió nuevamente hacia el cadáver.

– Lo han estrangulado. –murmuro-. ¿Por qué lo habrán estrangulado cuando una estocada es tanto más rápida y segura? Estos cimerianos nacen con la espada en la mano; nunca oí que matasen a alguien de otra forma.

– Quizá lo hizo para no despertar sospechas. –repuso Dionus.

– Es posible. –dijo Demetrio, palpando el cadáver con una mano experta-. Lleva muerto por lo menos media hora. Si Conan dice la verdad acerca del momento en que entro al Templo, difícilmente podría haberlo asesinado antes que entrara Arus. Aunque es cierto que puede estar mintiendo; quizás haya entrado en el edificio más temprano.

– Escale el muro después que Arus hiciera la última ronda. –dijo Conan refunfuñando.

– Eso es lo que tú dices –repuso Demetrio examinando la garganta del hombre muerto. que había sido reducida a una amasijo de carne morada.

La cabeza de cadáver caía inerte hacía atrás, como si tuviera rotas las vértebras. Demetrio movió la cabeza dubitativamente y pregunto:

– ¿Por qué habrá usado el asesino una cuerda tan gruesa? ¿Y que forma tan terrible de estrangulamiento pudo haber destrozado de esta manera el cuello de la victima?

Se levantó y se dirigió hacia el corredor pasando por la puerta más cercana.

– Aquí hay un busto caído de su pedestal –manifestó-, y el suelo esta lleno de arañazos, y las cortinas de la puerta han sido arrancadas… Kallian Publico debió de ser atacado en aquella habitación. Tal vez logró deshacerse de su agresor, o quizá arrastró al individuo a medida que huía. De todos modos, llego tambaleándose al corredor, donde el asesino seguramente lo siguió y acabó con él.

– Entonces, si este pagano no es el asesino, ¿quién es? –inquirió el prefecto.

– Aún no he eximido de culpas al cimeriano – dijo Demetrio-. Pero vamos a investigar en esa habitación…

El funcionario se detuvo, se dio media vuelta y se paró a escuchar. Se oía el traqueteo de un carruaje que se acercaba por la calle y se detuvo bruscamente.

– ¡Dionus! –vociferó el investigador-. Envía dos hombres en busca de ese vehículo y que traigan aquí al cochero.

– Por el ruido –dijo Arus, que conocía muy bien todos los sonidos de la calle, yo diría que se detuvo delante de la casa de Promero, justo enfrente de la tienda del mercader de sedas.

– ¿Quién es Promero? –inquirió Demetrio.

– Es el empleado principal de Killian Publico.

– Tráiganlo aquí junto con el cochero. –ordeno Demetrio.

   

    

         


LA HIJA DEL GIGANTE DE HIELO – ROBERT E. HOWARD

El estruendo de las espadas se pierde a lo lejos, los gritos de la matanza se callan; el silencio se extiende en la enrojecida nieve. El frio y pálido sol centella en los helados campos y la nieve cubre la planicie con brillos de plata donde corazas han sido rasgadas por las afiladas hojas, donde la muerte ha caído sobre ellos. Sin embargo, manos aun aprietan las rotas empuñaduras; encasquetadas cabezas, echadas hacía atrás en agonía, barbas rojas y doradas se alzan en una última invocación a Ymir el gigante de hielo, dios de una raza de guerreros.

A trabes de la amontonada nieve roja y las cotas de malla dos figuras se encuentran. En aquella absoluta desolación solo ellos se mueven. con un frio cielo sobre ellos, y las ilimitadas planicies blancas a su alrededor; y hombres muertos a sus pies. Lentamente entre los cuerpos se mueven, como fantasmas se acercan al lugar de encuentro, entre el caos de insensible mundo. En medio del silencio se detienen cara a cara.

Ambos son hombres altos como tigres, han perdido sus escudos. Tienen sangre seca en sus cotas de malla; sus espadas están manchadas  de rojo. Sus cascos con cuernos muestran las marcas de feroces golpes. Uno sin barba y negra melena. La barba cerrada del otro es roja como la sangre.

– Hombre. –dice él. Dime tu nombre, así mis hermanos en Vanaheim podrán saber quien fue el ultimo de la banda de Wulfhere en caer por la espada de Heimdul.

– No en Vanaheim. –Gruño el guerrero del cabello negro. Pero en Valhalla podras decirles a tus hermanos que conociste a Conan de Cimeria.

Heimdul rujio y salto y su espada centello en un arco mortal, Conan se tambaleo y su visión se lleno de rojas chispas con el canto de una hoja golpeando su casco, temblando dentro de fuego azul. Pero aún así tambaleante metió con todo su poder su ancho hombro detrás de la zumbante hoja. La afilada punta rasgo la cota, hueso y corazón, y el guerrero barba roja cayó a los pies de Conan.

El cimeriano permaneció de pie, apoyado en su espada, un repentino malestar lo asaltó. El resplandor del sol en la nieve hiere sus ojos como cuchillos y el cielo parece encogerse y apartarse. El volvió sobre sus pisadas por donde los guerreros de barba amarilla yacían en los brazos de la muerte con los cabellos rojos por la carnicería. A unos cuantos pasos el resplandor del campo se opaco de repente. Una rápida onda cegadora lo envuelve y se hunde en la nieve, sosteniéndose con un brazo, busca sacudirse la niebla de sus ojos como un león sacude su melena.

Una dulce risa corta a través de su mareo y su vista se aclara lentamente. Miró, había algo extraño en todo el paisaje que no podía definir; un extraño matiz en la tierra y en el cielo. Pero no pensó demasiado en eso. Ante el, oscilando como un arbusto en el viento, esta una mujer de pie, su cuerpo como marfil aturdía sus ojos y salvo por una fina telaraña de luz, estaba desnuda como el día. Su delgado y descalzo pie blanco como la nieve saltó. Rió quedamente ante el aturdido guerreo. Su risa era más dulce que el murmullo de una plateada fuente y venenosa como una cruel broma.

– ¿Quien eres? – Pregunto el cimeriano. ¿De donde vienes?

– ¿Qué pasa? – su voz era más musical que las plateadas cuerdas de un arpa, pero al borde de la crueldad.

– Llama a tu hombre. – Le dice, apretando la empuñadura de su espada. Aunque me falle la fuerza no me atraparan con vida. Veo que tu eres de los Vanir.

– ¿Dije eso?

Su fija mirada se clavo en su salvaje cabello, a primera vista había creído que era rojo. Ahora ve que no es rojo ni rubio, sino compuesto de ambos colores. Lo mira hechizado. Con el sol brillaba tanto que no podía seguirlo viendo. Sus ojos del mismo modo tampoco eran totalmente azules ni completamente grises, eran de evasivos colores, danzantes luces, nubes y colores que el no podía definir. Sus rojos labios, y des de su delgado pie hasta su ondulante cabello, su cuerpo de marfil era perfecto como el sueño de un dios. El pulso de Conan golpeo su sien.

– No te dire. –Dice. –Si eres de Vanaheim y mi enemigo o de Asgard y mi amigo. He vagado mucho, pero nunca había visto a una mujer como tu. Tus cabellos me ciegan con su brillantes. Nunca he visto cabello así. Ni entre las más bellas hijas de Aesir. Por Ymir.

– ¿Quién eres para jurar por Ymir? – Exclama con burla. ¿Qué sabes de los dioses del hielo y la nieve, tu que has venido de sur a la aventura entre gente extraña?

– ¡Por los dioses oscuros de mi raza! – Grito enojado el bárbaro. Aunque no tenga el cabello rubio como los argardianos, ninguno a estado más a frente usando la espada; este día he visto cuatro líneas de hombres caer, solo yo he sobrevivido en el campo donde los cuervos de Wulfhere se encontraron con los lobos de Bragi. Dime, mujer, ¿has visto el destello de mallas cruzar los nevados campos, o has visto hombres armados moviéndose sobre el hielo?

– He visto la fría escarcha centellear en el sol. – Respondió la chica. He escuchado el viento susurrando a través de la eterna nieve.

El guerrero sacudió su cabeza con un suspiro.

– Niord debió subir con nosotros, se nos unió antes de la batalla. Temo que él y sus guerreros hayan sido emboscados. Wulfhere y sus guerreros yacen muertos. Pensé que no había ninguna villa cerca de este lugar, la guerra nos trajo lejos, pero tu no pudiste andar una gran distancia sobre la nieve, desnuda como estas. Guíame a tu tribu, si eres de Asgard, por que estoy débil y fatigado por la batalla.

– Mi villa esta más lejos de lo que puedes caminar, Conan de Cimeria. – Dijo. Alargando sus largos brazos, se contoneo ante el. Su dorado cabello se mueve sensualmente, sus ojos centellaron bajo sombreadas y largas pestañas. – ¿No soy hermoso, hombre?

– Como un amanecer corriendo desnudo en la nieve. –Murmuro.

– ¿Entonces por que no te levantas y me sigues? ¿Quien es el poderoso que cayó ante mi? – Canto con irritante burla. – Tiende te y muere con los otros tontos, Conan el del cabello negro, sino puedes ir a donde te guío.

Con un juramento a si mismo el cimeriano se puso de pie, sus ojos azules destellaron, sus oscuras marcas deformaron su rostro. La rabia sacudió su alma, pero su deseo por la burlona figura ante el, empujaba su sangre violentamente en sus sienes. Una fiera pasión lo embriago totalmente, así cielo y tierra nadaron en rojo al mirarlos fijamente. En la locura que lo barre todo, fatiga y malestar se habían ido.

El hablo sin palabras, así se lo insinuó, sus dedos se extienden para agarrar su suave cuerpo. Con una carcajada ella salto hacia atrás y corrió, riendo sobre su blanco hombro. Con un bajo gruñido Conan la sigue. Ha olvidado la pelea, ha olvidado a los guerreros que yacen tendidos en su propia sangre. Se ha olvidado de Diord y sus cuervos quienes no han alcanzado a llegar a la batalla. Solamente pensaba en el delgado y blanco cuerpo que parece más flotar que correr delante de él. Las pisadas en los rojos campos quedan atrás, Conan tiene la silenciosa tenacidad de su raza. Su malla esta rota, va a la deriva, se ha olvidado de todo por seguirla.

Pero la chica va bailando a través de la banca nieve como una pluma sobre un estanque; su descalzo pie apenas deja huella sobre la fría escarcha. A pesar de fuego en sus venas el frío cala en el guerrero a través de su cota y su capa de piel; pero la mujer en su fino velo corre liguera y graciosamente como si bailara entre palmeras y rosas en un jardín de Poitain.

Sin parar ella lo guió, Conan la siguió. La saliva escurría por los resecos labios de cimeriano. Grandes venas en sus sienes se hincharon y palpitaban, y rechinaba los dientes.

– ¡No escaparas de mi! – Rugía. – ¡Guíame a una trampa y apilare las cabezas de tus compatriotas a tus pies! ¡Escóndete de mi y derribare la montaña hasta encontrarte! ¡Te seguiré hasta el infierno!

Su enloquecedora risa flotaba hasta él; fluía espuma de los labios de bárbaro. Más y más adentro de la bastedad ella lo guió. La tierra cambió, las anchas planicies dan paso a bajas colinas, más al norte se vislumbro unas altísimas montañas azules a la distancia y blancas con las nieves eternas. Sobre esas montañas bailaban las luces boreales. Que se extendían por los cielos, helada brisa de flameante luz, cambia de color brillante y creciente.

Sobre ellos los cielos brillaban y chisporroteaban con extrañas luces y destellos. La nieve brillaba misteriosamente, ahora con un helado azul, ahora como hielo cristalino, ahora con un frío plateado. A través del brillante hielo, reino de encanto, Cona es empujado tercamente hacía adelante, en un cristalino laberinto dónde lo único real era el blanco cuerpo bailando a través de las brillantes nieves más allá de su alcance, – siempre más allá de su alcance.

El no se sorprendió de lo extraño de eso, tampoco cuando dos gigantescas figuras se le cruzaron en el camino. Las escamas de sus mallas eran bancas como la helada escarcha; sus cascos y hachas estaban cubiertas de hielo. La nieve rociaba sus cabellos, en sus barbas había puntas de hielo, sus ojos eran fríos como las luces que centellaban sobre ellos.

– ¡Hermanos! – Gritó la chica, bailando entre ellos. –¡Miren quien me siguió! ¡Tomen su corazón que pondremos en holocausto en la mesa de nuestro padre!

Los gigantes respondieron con un rugido como si iceberg chocaran con la fría tierra y lanzaron sus brillantes hachas al enloquecido cimeriano que se lanzo contra ellos. Una heladísima hoja destello ante sus ojos, cegándolo con su brillantes, e devolvió el terrible golpe cortando el muslo de su enemigo, con un gemido la victima cayo, y al instante Conan se precipito sobre el cuello expuesto del gigante, su hombro izquierdo se entumió por el soplo del superviviente, la malla del cimeriano salvó su vida. Conan vio al gigante restante levantarse amenazadoramente como una trituradora de hielo grabado contra el frío y resplandeciente cielo.

El hacha cayó, se enterró en la nieve y profundamente en la tierra, así Conan se lanzó a un lado y salto a sus pies. El gigante ruguió y tirando de su hacha la liberó, pero justo cuando lo hizo, la espada de Conan descendió. Las rodillas del gigante se doblaron y se hundieron lentamente en la nieve, la cual se tiño de carmesí con la sangre que brotaba de a herida en su cuello.

Conan giro a ver a la chica estando a corta distancia, mirando fijamente en sus muy abiertos ojos el horror, toda la burla se había ido de su rostro. El gritó fieramente y salpico sangre que escurría desde su espada a sus manos sacudiéndolas en la intensidad de su pasión.

– ¡Llama al resto de tus hermanos! – Grito. ¡Dejare sus corazones a los lobos, no puedes escapar de mi!

Con un grito de miedo se dio la vuelta y corrió rápidamente. Ella ya no reía, sin mofas sobre su banco hombro. Ella corría por su vida, aunque el estaba agotado, sus sienes estaban por estallar y la nieve estaba cubierta de rojo a donde mirara, ella se apartaba de el, disminuyeron los fuegos mágicos de los cielos, hasta que su figura no era más grande que la de un niño, una danzante flama blanca en la nieve, un opaco destello en la distancia. Apretando los dientes hasta que le sangraron las encías, él se tambaleaba, y vio que se opacaba la danzante flama blanca y quedaba tan grande como un niño, ella corría a menos de unos cuantos cientos de pasos frente a él, y lentamente se recortaba la distancia, paso a paso.

Ella corría ahora con esfuerzo, su dorado cabello se movía libre, é escuchaba los rápidos jadeos de su respiración y veía un reflejo de miedo en su mirada cada que volteaba a ver sobre su blanco hombro. La imponente resistencia del bárbaro le había servido bien. La velocidad mengua de sus relucientes y blancas piernas; se tambaleo a un paso. En su indomable alma salta el fuego del infierno y ella lo avivo muy bien. Con un rugido inhumano se acerco a ella justo cuando ella rodo con un inolvidable grito y extendió sus brazos para atraparla por fin.

Su espada cayó a la nieve cuando choco con ella, su flexible cuerpo se inclino hacía atrás peleando con desesperado frenesís en sus brazos de hierro. Su dorado cabello cubría su rostro, cegandolo con su brillo; sentir su delgado cuerpo retorciéndose en sus brazos lo volvía loco. Sus fuertes dedos se hundían en su suave carne; y esa carne estaba fría como el hielo. Movía su hermosa cabeza, luchando por evitar los fieros besos que magullaban sus rojos labios.

– Eres fría como la nieve. – Murmuro aturdido. – Te calentare con ell fuego de mi sangre.

Con un grito y un desesperado tirón se escapo de sus brazos, dejo su finísimo vestido en sus manos. Quedando de cara a él, sus rubios cabellos salvajemente alborotados, su banco pecho se levanto, sus bellos ojos brillaron con terror. Por un instante él se congelo, admirando su increíble belleza, así posando desnuda contra la nieve. Y en ese instante ella agito sus brazos hacía las luces que brillaban en los cielos sobre ella y gritando con una voz que resonara en los oídos de Cona por siempre: – ¡Ymir! ¡Oh, padre sálvame!

Conan salto al frente, extendiendo sus brazos para agarrara, cuando con un estruendo como el derrumbe de una montaña de hielo, todo el cielo salto con ardientes hielos. El cuerpo de marfil de la chica fue cubierto repentinamente en una flama azul tan cegadora que el cimeriano se cubrió los ojos con sus manos. Por un fugas instante el cielo y las elevadas colinas estuvieron bañadas por estrepitosas flamas blancas, congelado y helado fuego carmesí. Entonces Conan se tambaleo. La chica se fue, as brillantes nieves quedaron vacias y desiertas; sobre su cabeza mágicas luces destellaban y jugaban en un frío cielo, y entre las azules montañas distantes, hay un sonido, un retumbar como de un gigantesco carro de guerra corriendo entre corceles quienes con frenéticos cascos relucían por as nieves y con ecos por los cielos.

Entonces repentinamente las boreales cubrieron las nevadas colinas y el resplandeciente paraíso comienza a tambalearse a la vista de Conan; cientos de bolas de fuego estallan como una lluvia de chispas y el cielo mismo se convierte en una titánica rueda, lloviendo estrellas mientras giraba. Bajo su paso las nevadas colinas subían como una ola, y el cimeriano se arrojo a la nieve para quedar tendido inmóvil.

En un frio y oscuro universo, cuto sol se extinguió hace eones, Conan sintió el movimiento de la vida, extraño e inimaginablemente, un temblor lo atrapo y sacudiendolo al mismo tiempo, hasta que grita con furia y dolor y busca a ciegas su espada.

– Él vino por aquí, Horsa. – Dice una voz. –Aprisa, debemos frotar la nieve de su cuerpo si ha de blandir su espada otra vez.

– No abre su mano izquierda. – Gruño otro. –Esta agarrando algo.

Conan abrió los ojos y estaba entre barbudos rostros inclinados sobre él. Estaba rodeado por altos guerreros con cotas de malla y abrigos de piel.

– ¡Conan estas vivo!

– ¡Por Crom, Niord! – Jadeo el cimeriano. – Estoy vivo o todos nosotros estamos en Valhalla.

– Estamos vivos. –Exclamo el Asier, ocupado con los pies medio congelados de Conan. – Peleamos nuestro paso en medio de una emboscada o hubiéramos llegado contigo antes para unirnos a la batalla. Los cuerpos estaban fríos cuando llegamos al campo. Y como no te encontramos entre los muertos, seguimos tu rastro. En nombre de Ymir, Conan, ¿por qué vagaste al norte hasta agotarte? Seguimos tu senda en la nieve por horas. Si hubiera habido una ventisca lo hubiera ocultado y entonces nunca te hubiéramos encontrado, ¡Por Ymir!

– No deberías maldecir tanto por Ymir. –Murmuro un inquieto guerrero, mirando a las distantes montañas. –Esta es su tierra y el Dios reina entre aquellas montañas, dice el mito.

– Vi a una mujer. –Conan respondió ofuscado. Nos encontramos a los hombres de Bragi en el caro. No se cuanto tiempo peleamos, solo yo sobreviví. Estaba aturdido y mareado, la tierra comenzó a ser como un sueño ante mi. Solo ahora todas las cosas se ven naturales y familiares. La mujer vino y se burlaba de mi. Era hermosa como una helada flama del infierno. Una extraña locura de apodero de mi cuando la mire, me olvide de mundo y la seguí. ¿No encontraron su rastro? O ¿a los gigantes de hielo que mate?

Niord se agarro la cabeza.

– Solo encontramos tu rastro, Conan.

– Entonces tal vez estoy loco. –Dijo Conan aturdidamente. Todavía ustedes mismos no son más reales para mi que aquel cabello rubio hechicero que escapaba desnuda a trabes de la nieve delante de mi. Aun cuando la tenia en mis manos se desvaneció en una fría llama.

– Esta delirando. –Susurro un guerrero.

– ¡No es así! –Grito un anciano, cuyos ojos eran salvajes y misteriosos. –Era Atali, la hija de Ymir, el gigante de hielo. Ella viene a los campos de muerte y se muestra a si misma a los moribundos. Yo mismo la vi cuando era un chico, cuando estaba herido en el sangriento campo de Wolraven. La vi caminar ente los muertos y a nieve, su desnudo cuerpo destellaba como e mármol y su dorado cabello brillaba irrealmente a la luz de la luna llena. Yo estaba tendido y aullaba como un perro moribundo por que no podía arrastrarme detrás de ella. Ella seduce a los hombres en os campos de batalla y los llevaría hasta el paramo para ser asesinados por sus hermanos los gigantes de hielo, quienes ofrecerían los corazones en holocausto en la mesa de Ymir. E cimeriano ha visto a Atali, la hija del gigante de hielo.

– ¡Bah! – Gruño Horsa. –El viejo Gora fue golpeado en la cabeza con una espada en su juventud. Conan solo deliró por e calor de la batalla, miren como esta de golpeado su casco. Cualquier golpe pudo afectar su cerebro. Solo siguió una alucinación en la vastedad, el es de sur, ¿Que sabe él de Atalis?

– Quizas tengas razón. –Murmuro Conan. – Todo fue extraño y misterioso, ¡Por Crom!

El soltó, airado el objeto que tenía en su puño izquierdo, los otros se quedaron con la boca abierta, silenciosos, ante e velo que sotenía, una fina telaraña que nunca ha sido tejida por mano humana.